LUNES, 8 DE OCTUBRE DE 2012
El mito y la furia (XXIX)
Esos momentos son todavía recientes, muy próximos. De hecho, de todos los recuerdos que recojen todos estos cuadernos, este es el que mejor responde a la realidad, por su cercanía con este presente de lucha, y porque cuando hablo de ella y de mí, cada uno de los gestos, de las palabras, el color de la luz y hasta el olor del tiempo, se fija en mi memoria como las imágenes en una fotografía clara y nítida, de modo que no es necesario recurrir a artimañas propias de la literatura, de la ficción, de la mentira más o menos idealizada, embellecida, o encanallada.
Cuando Maruja y yo somos los protagonistas de mis recuerdos no me hace falta actuar como un plumillas de tres al cuarto; no necesito dotar de veracidad a los sucesos que surgen turbios al invocarlos, desparecidos tantos y tantos años, latentes en las cuevas del tiempo como sombras dibujando objetos contra la luz agotada de esas estrellas que exhalan los últimos destellos de la noche tras la tormenta, tan vertiginosamente lejanos.
Digo esto porque todo empezó por amor, no hace muchos meses, una de aquellas mañanas de lunes que daba pie a una nueva semana laboral. Todavía conservo viva la sensación del descubrimiento de la trampa. De no ser así, quizá hubiese claudicado. Por eso alimento el recuerdo de ese día, para fortalecer mi deseo y alcanzar mis objetivos. La revelación se hizo patente igual que si hubiese estado durmiendo, muy profundamente, sin soñar, solamente respirando dentro del cuerpo inerte a merced de la inconsciencia, y de pronto, a pocos metros de mí, alguien hubiese disparado un arma. Fue como la explosión espontánea de un vaso de cristal sobre el mármol. Surgió igual que debe de suceder el advenimiento místico de una verdad. Se manifestó como la confesión de un misterio largos siglos camuflado bajo la inocente cotidianidad de los días que viven y vivieron los hombres y las mujeres que en el mundo han sido. Ese día nació Adán y dentro de él (dentro de mí) el impulso incontenible de rebelarme contra el gran engaño de la Historia, el origen de todo mal, el huevo de la serpiente, la semilla que una noche remota sembró el diablo.
Ese día tomé la decisión de recuperar la iniciativa. A partir de entonces acogí, de la misma manera que se arrulla a un bebé, mis principios y mis ideas. Día a día las alimentaba, las amamantaba, y sobre ellas, poco a poco, semanas antes de dejar a Maruja, fui cimentando mi plan y conseguí refundarme de nuevo. Pobre Maruja, tan desorientada, tan desconcertada, tan preocupada. Hablábamos y hablábamos, pero no entendía nada. Fruncía el ceño, agitaba las manos, se mordía los labios, y a ratos intentaba recuperar la calma para hablarme con sosiego, pretendiendo así hacerme entrar en razón, su razón, la razón que siempre nos han impuesto como si se tratase de una cuestión natural, como si no hubiese manera humana de cambiar las cosas sencillamente porque siempre han sido así. Pero nada ni nadie me lo podía impedir. Mi convencimiento era fuerte y pleno. Mientras Maruja me repetía una y otra vez los mismos argumentos yo asumía que iba a estar solo. Pobre de mí, libre sin ella, libre hacia un final incierto, libre al fin.
He sido consciente en todo momento de que si de verdad creía en mí, de que si no quería que esto acabase como la locura estúpida, banal y hueca de un tipo mediocre que se empeña sin ningún sentido en tirar su vida por la borda, iban a ser necesarios grandes sacrificios. Que alguien me cite algún gran cambio en la Historia que no se haya cobrado renuncias, dolor o sufrimientos. Me hubiese gustado acometer unidos esta aventura. No la voy a culpar, y si algún día nos volvemos a ver, tampoco se lo voy a reprochar. La entiendo perfectamente.
(Nuestra historia se detuvo en la puerta de casa, el día que salí por última vez. Todo nuestro tiempo cayó sobre tu espalda. No te vi llorar. Te pedí un último beso y sonreíste como sonríen los valientes ante el desenlace previsible en la inminencia de la tragedia. Por supuesto, no quisiste besarme; te apartaste y cuando abría la puerta tú ya te habías dado la vuelta. No te vi llorar; no dejaste que yo te viese llorar. Sin embrago, antes de que la puerta sellase mi marcha, mientras te internabas pasillo adentro, por no gritar, por no dejar que oyese de ti ni la más mínima queja, no pudiste evitar cerrar espontáneamente las manos y levantar levemente los puños, en un clamor de rabia reprimida, en el lamento impotente que nunca gritaste y que ponía fin a nuestra común existencia.
Algunas noches me llega el aroma de nuestra historia en ráfagas de nostalgia, cuando los neones se adueñan del aire de las calles. En algún momento he pensado cómo me recuerdas. He intentado ponerme en tu lugar e imaginar cómo reproduces la remembranza de nuestra vida juntos, la dicha de horas de amor, y me pregunto si el rencor no te habrá inundado la memoria y ahora solamente viviré en tus sueños de odio y furia, igual que viven los mitos en mis recuerdos. Quizá ni siquiera aparezca en tus sueños y haya acabado por convertirme tan solo en el protagonista de tus pesadillas.
He dejado lo que más quiero sobre el altar de las ofrendas. El riesgo es alto, equiparable al sacrificio, pero en consonancia, más alta es la meta a la que aspiro.)
Como decía, la mañana en la que empezó todo tampoco era una mañana festiva. Habíamos pasado toda la noche del domingo amándonos. Sonó el despertador puntual, pero nuestros cuerpos habían perdido toda voluntad, toda capacidad de reacción a cualquier estímulo que no tuviese algo que ver con el placer. Recuerdo que el despuntar el día, cuando la luz del sol ya era tangible y nos molestaba al entrar entre los orificios de la persiana, actuamos como sonámbulos yacientes, porque nuestros cuerpos se unieron en una dejadez inconsciente que, de conocerse, sería declarada ilegal. Entre sueños y veras, entre luces y noches, nos habíamos sumido en una pereza pecaminosa, clandestina, a sabiendas de que allí afuera, más allá de la ventana, los minutos que pasábamos rezongando entre las sábanas eran minutos robados a nuestras obligaciones laborables. Sin embargo, en la cama nuestras leyes no eran humanas. Aquella mañana de lunes nos juramentamos para despreciar la legitimidad de cualquier imposición horaria, y para declarar prescrita y proscrita la vigencia de toda sumisión salarial.
(Continuará)
Un placer siempre, recorrer las letras de este espacio encantado!
ResponderEliminarSaludos azules desde mis olas...