martes, 7 de agosto de 2012

EL HIJO DE PUSKAS


martes, 7 de agosto de 2012

El hijo de Puskas


Un hombre de unos setenta años me observaba de lejos la tarde lluviosa en que fue enterrado mi padre, y a cada gota que caía se iba sucediendo la gente, Alberto, te doy el pésame, no somos nada, la vida sigue, etc., pero yo no estaba, yo no escuchaba más que a oídos cerrados y sólo miraba con los ojos lejanos de un hombre que ha perdido todos los centros.

Abrieron el ataúd. Había una lágrima en la mejilla derecha del cadáver. Yo seguía frío, a tono con el muerto, como si nada tuviera que ver todo aquello conmigo, pero a veces me venía el asco y la violencia y el dejadme en paz. Sí, dejadme en paz. Vosotros, todos vosotros. Sólo quiero que me dejéis en paz.

Seguían sucediéndose las muestras de pésame y comenzó a aumentarme la violencia. Qué cansancio me producen los protocolos. Y qué bien se las arregla la gente para parecer triste. Llegó al final el hombre que me observaba y me dio el pésame.

–Tú no me conoces –me dijo–, pero yo sí te conozco. Eres la fotocopia de tu padre.

No respondí. No era día para que me vinieran con la cantinela de la fotocopia y el vivo retrato y todo eso. Porque además no es cierto: no me parecía tanto. Pero el hombre no captó mi mal humor y siguió hablando. Me contó que mi padre y él habían sido amigos cuando eran muy jóvenes, que habían jugado mucho al fútbol y a pelota mano, mi padre de zaguero, él de delantero.

–Tu padre era delgado pero muy fuerte, atrasaba la pelota mucho, siempre jugaba de zaguero.

Me seguía hablando cuando llegó a nosotros un segundo hombre, también de unos setenta años, que se había quedado rezagado y debía ser amigo suyo. Comenzaron a hablar entre ellos:

–Eh, a que no sabes quién es este chico.
–¿Este? No le he visto en mi vida
–Claro que no. Ni había nacido entonces. Es el hijo.
–¿El hijo? ¿El hijo de quién?
–De quién va a ser.

Me miraron entonces los dos como se miran las ubres a las vacas o los dientes a los caballos. Comencé a sentirme ridículo. Qué plomazo son los entierros, dios mío. Al fin se acabó la tortura y el primero le dijo al otro, señalándome:

–El hijo de Puskas.
.

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