miércoles, 13 de junio de 2012

Neorrabioso



miércoles, 13 de junio de 2012

EL HIJO DE PUSKAS: La verdad se oculta en las orejas del fuego y en los ojos de las vacas


Tenía yo seis o siete años cuando mi padre me llevó a la cima del Auñamendi, allí donde Lauros dejaba paso a Derio y se podía contemplar de una sola mirada la ikastola de Lauro, el aeropuerto de Sondika y hasta las fábricas de Barakaldo, y justo cuando nos hallábamos en el punto más alto extendió los brazos como el Cristo del Rio de Janeiro y comenzó a aspirar fuerte, profundo, feliz de la vida.

–Mira qué altos somos –me dijo–, aquí somos los amos, dan ganas de quedarse aquí para siempre.

Y siguió aspirando aire con toda la fuerza que podía, con los brazos siempre en cruz, paladeando el momento con pasión de gastronomía hasta que de repente, como si hubiera visto un fantasma o le hubiera venido a la cabeza un mal pensamiento, bajó los brazos de golpe y me dijo:

–Pero hay que vivir ahí abajo. Hay que vivir con la gente. No hay más remedio.

Yo lo escuchaba con asombro y creo que ahí empecé a darme cuenta de que mi padre no era una persona demasiado normal, que las frases que hacía no eran normales incluso dentro de la falta de normalidad habitual de los laurotarras. Y creo que el origen de esa rareza era el tiempo que mi padre se pasaba pensando, tanto en el trabajo como en el ocio, las toneladas de minutos que dedicaba a resolver vete a saber qué asuntos, con qué enfoques, a favor o en contra. Cada vez que nos traía del colegio, una vez que llegábamos a Astobieta y mis hermanas y yo nos bajábamos del coche, él solía quedarse hasta veinte minutos más, las manos aún puestas en el volante, con la mirada perdida en algún punto del horizonte.

–Alberto, ¿dónde está tu padre? –me preguntaba ama.
–En el coche, pensando.
–¿Todavía no ha salido del coche? Qué calamidad de hombre, dios mío. Dile que venga, ¿eh?, que ya está preparada la comida.
–¿Cómo le voy a decir nada, si está como en trance?
–¿En trance? Como vaya y le pegue un grito ya verás cómo le saco del trance.

También le gustaba mucho pensar con la azada en la mano, mientras se apoyaba sobre ella, o cuando afilaba la guadaña, que en su caso podía durar media hora, o después de ordeñar y dar de comer a la vacas, por la noche, cuando se recluía en la cuadra y las miraba fijamente, al punto de que era estupefaciente llegar a la cuadra y encontrarte a tu padre así, con la mirada fija en las vacas mientras las vacas lo miraban a él. Pero donde más le gustaba pensar y se le iba la noción del tiempo era cada vez que hacía un fuego, en cualesquiera de las docenas y docenas de fogatas que encendía en los alrededores del caserío para quemar hierba seca, zarzas o cualquier desperdicio. Le encantaba pensar mientras miraba a las llamas y muchas veces se ponía a hablar solo y hacer parlamentos para sí mismo.

–Mira, mira –nos decíamos mi madre o mis hermanas o yo, que le observábamos a doscientos metros desde la ventana de la cocina–, mira lo que está haciendo aita.

Y rompíamos a reír, porque era gracioso verle hacer en soledad aquellos parlamentos y aquellos gestos como si fuera el fiscal o el abogado defensor en La ley de los Ángeles o cualquier película, pues hasta cambiaba de postura y se notaba que se inventaba las respuestas de sus fingidos interlocutores, y hacía más gracia aún si se tiene en cuenta que con nosotros hablaba poquísimo y que no sabía que lo estábamos mirando.

Coincidió además que en los últimos quince años de su vida sucedió algo que le dio oportunidad de hacer más fuegos. A finales de los ochenta, el alguacil de Loiu visitó Astobieta con un sobre en la mano donde se nos comunicaba que a partir de esa fecha se prohibía la matanza de vacas, cerdos, cabras, conejos o hasta gallinas sin previa autorización del veterinario. También se prohibía hacer fuego sin permiso municipal. Hasta entonces, en Lauros cualquiera mataba un cabrito por su propia cuenta y eran célebres y dantescas las matanzas anuales del cerdo, allá por San Valentín. También eran habituales las fogatas sin pedir permiso, algunas de las cuales alcanzaban una altura magnífica, porque era la única manera de deshacerse de la basura en unos tiempos donde aún no existían los contenedores municipales.

–La culpa es de los ecologistas –nos dijo el alguacil–. El Gobierno Vasco ha decidido meter mano porque los ecologistas se están quejando.

Aquello de los ecologistas fue la sensación durante varias semanas. En los caseríos de Lauros no se hablaba de otra cosa. ¿Ecoloqués? ¿Quién era esa gente?

–Basterrechea, tú que tienes estudios, ven aquí.
–Dime.
–¿Quiénes son los ecologistas?
–Unas personas que están en contra de la contaminación, de la tala de bosques, del maltrato de animales y esas cosas.
–¿Y de dónde son esas personas?
–No lo sé. De cualquier sitio.
–¡De cualquier sitio no! ¡En el Txorierri nunca he visto un ecologista!

Y era verdad que en los caseríos de Lauros no había ningún ecologista y tampoco conocí ninguno en los mercados de Mungia, Gernika o entre las aldeanas del mercado de La Ribera; los primeros ecologistas de los que tuve noticia fueron los del curso de agricultura ecológica de EHNE que hice en Bilbao. Sin embargo, no era eso lo que más molestaba a los aldeanos de Lauros: 

 –Y por pedir permiso para hacer fuego o matar cerdos, Basterrechea, ¿hay que pagar?
–Sí, creo que unas setecientas pesetas.
–¡Ah! ¡Ahora entiendo todo! ¡Ecologistas! ¡Ahora entiendo para qué sirven los ecologistas!

La orden municipal no frenó por completo las costumbres antiguas de los laurotarras, pero la mayoría de ellos dejó de matar animales a plena luz del día y comenzó a hacer fogatas más discretas y en puntos cada vez más alejados de la carretera. Digo la mayoría porque hubo una persona que siguió haciendo fuego a plena luz del día. Esa persona era mi padre, naturalmente.

No sólo no paró de hacer fuegos, sino que comenzó a hacerlos con mayor frecuencia y de mayor altura y en la cara del propio alguacil, que solía patrullar el pueblo con su vehículo. Lo más curioso del caso es que, mientras otros laurotarras comenzaron a recibir durante esos años multas de diez mil pesetas por hacer fuegos ilegales, a Astobieta no llegó nunca una sola multa, lo que ilustra mejor que nada la situación de mi padre a partir del 85, aislado y marginado por todos pero a la vez temido y consentido para que no hiciera alguna barbaridad.

–No se atreven conmigo –lo festejaba mi padre, jactancioso–. Qué gente más cobarde.

Así fue como la relación de mi padre con el fuego, de por suyo estrecha, se hizo más fuerte por obra de la prohibición del ayuntamiento. Le gustaba encender el fuego y hacerlo durar todo lo que podía, y se hizo tan dependiente que muchas veces se iba después de la cena a reavivar las brasas y lo hacía continuar hasta más allá de las doce de la noche, lo que motivaba la preocupación de mi madre:

–Alberto, ¿dónde está tu padre?
–En la huerta, mirando al fuego.
–¿Mirando al fuego? Pero..., ¿cuántas horas lleva mirando al fuego?

Y soltaba un suspiro de tristeza y resignación, pues ya no le hacían gracia los soliloquios a los que se abandonaba su marido frente al fuego después de todo lo que había pasado, y lo mismo ocurría con mis hermanas y conmigo, que no hacíamos más que mirarnos y pensar, joder, aita lleva seis horas haciendo durar un fuego y hablando con él, está mucho peor de la cabeza de lo que pensábamos, etc. Además, ¿por qué mi padre hablaba tantas horas y le daba tantas explicaciones al fuego y nunca nos dio esas explicaciones a nosotros? Pues todas las palabras que me dirigió en su vida caben en treinta folios y, en cambio, las cosas que le dijo al fuego no entran en cien volúmenes.

Todavía hoy me viene su imagen frente al fuego, las llamas reflejando su rostro, su semblante arrebatado y su mirada firme de digan-lo-que-digan-yo-hice-lo-que-había-que-hacer, una imagen tan fuerte que suelo recuperarla cuando estoy triste y me siento rodeado y necesito algo que me alivie y me relance. Qué hombre, mi padre. Todo el mundo en su contra, mi madre en contra, mis hermanas en contra, yo mismo en contra, toda la familia y el pueblo en contra, y él, en lugar de moderarse o enfrentarse o justificarse ante nosotros, iba y se lo contaba todo a las vacas o a las llamas del fuego, como diciendo sólo confío en vosotras, los seres humanos me parecen cobardes y ventajistas, los seres humanos son algo de segunda categoría, bah, los seres humanos...
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1 comentario:

  1. Que gran filósofo tu padre, Hablando con la naturaleza-fuego- ojos de vaca- Dios. Genial. Por eso tu como buen alumno de tan gran filósofo eres como eres, y por sus genes, y por tantas cosas que te hacen genial. Abrazos grandes, y a tu padre donde esté, también para él, y para Natalia.

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