. A ESO VENGO.
JUEVES, 14 DE JUNIO DE 2012
El mito y la furia (XIX)
La casa donde nació Adán y donde vivió hasta que se casó se encuentra justo al lado de las vías del ferrocarril. Desde la ventana del comedor se ve perfectamente la estación. Se encuentra, literalmente, a tiro de piedra. Cada 20 minutos se detiene un tren de cercanías, bien en sentido de entrada hacia la gran ciudad, bien saliendo del área metropolitana hacia la frontera con Francia. A menudo coinciden en el mismo momento dos trenes en ambos sentidos. Otras veces se cruzan mientras uno de ellos sale para el Norte y el otro aguarda a que los viajeros se apeen para emprender la marcha hacia la capital. Ocasionalmente concurren hasta tres. Entonces, uno de ellos permanece detenido en una vía que los ferroviarios llaman muerta, con centenares de almas abordo, a la espera paciente de que un demiurgo invisible les devuelva a la circulación mientras sobre las otras dos vías discurren ufanos aquellos señalados como prioritarios, los más rápidos.
También se puede ver atravesando como exhalaciones, entre las balconadas de los pisos y las trastiendas de los comercios, al sofisticado AVE con sus misterios de confort tras los cristales tintados, algún Altaris de clase media y rápidos regionales repletos de estudiantes y viajantes de electrónica asiática sin carnet de conducir. De hecho, la vivienda es tan próxima a todo este tráfico, tan estratégicamente bien situada con respecto a la visión que se tiene de la estación, que podría servir perfectamente de centro de control.
Según me ha explicado Don Augusto -trastabillando las palabras en la boca contra un cigarrillo emboquillado de plástico- a partir de la media noche, cuando ya no circulan trenes de pasajeros, es cuando la compañía del ferrocarril aprovecha para poner en circulación convoyes que llevan de aquí para allá todo tipo de mercancías, al amparo de la oscuridad y del silencio y de la ausencia humana, mientras los hombres y las mujeres duermen a pocos metros de donde circula lo desconocido.
Hace algunos años, hasta las camas temblaban durante el minuto largo que tardaban en atravesar la localidad. Algunos decían que era el tren nuclear, que transportaba los residuos desde la central de Vandellós hasta las fosas abisales del Mar Mediterráneo, próximas al Golfo de León. Otros que era carbón procedente de las minas de Ojos Negros, en Teruel, o cereal, o verduras de la huerta Murciana, o naranjas valencianas.
“A Mercedes, el paso de los trenes nocturnos de mercancías le recordaba unas cosas tremendas, horribles. Si se despertaba a causa de los temblores (porque a veces parecía que se desatase un auténtico terremoto) después no podía dormir en dos días. Ya le tengo dicho que tanto libro no puede ser bueno”, me refería Don Augusto, quien me confirmaba también que, a los poco años de muerto Franco, rehabilitaron todo el trazado, cambiaron los raíles y con las nuevas tecnologías que existen ahora, “esos trenes de por la noche ya ni se notan”.
El día que pude conversar con él y con su esposa llegué poco después de las cinco, una tarde agradable de mediados del mes pasado. Augusto y Mercedes ya casi no salían. En realidad se llama María de las Mercedes, pero ella me pidió que no la llamase así, que le habían puesto ese nombre en honor a la primera mujer del rey Alfonso XII, y que siendo joven empezó a odiar el nombre compuesto con que le habían bautizado, porque todo el mundo le cantaba la tonadilla para hacerla rabiar. “Por eso siempre he odiado las novelas de amoríos, de guapos, de reinas y de pamplinas: no las aguanto, es lo único que no leo”, me dijo al poco de presentarme en su casa.
Y no le faltaba razón a la señora. Yo recuerdo que en mi niñez las niñas jugaban a saltar la cuerda en la calle y lo hacían cantando la cancioncilla, que se había recuperado y se había puesto de nuevo de moda a raíz del estreno de una película que relataba el romance entre el bisabuelo del actual Borbón y su prima, truncado por la muerte prematura de la susodicha. Yo lo sé porque en ocasiones me pillaban y pringaba toda una tarde dándole comba a la soga. La cosa es que la película tuvo mucho éxito. Madre siempre discutía con padre porque él no la quería llevar, no fuese que en la cola le viese algún compañero de la Hispano. Creo que finalmente una tarde se vistieron como de domingo y fueron a verla. Cuando llegaron por la noche padre le decía a madre, entre rezongues y reproches, que ese Vicente Parra tampoco era para tanto.
Fue Mercedes quien me abrió la puerta, y a pesar de que Maruja me había descrito perfectamente su aspecto, dentro de mí había algo que se empeñaba en encontrar una anciana decrépita, mal vestida y casi chocha, encerrada en sí misma y en la manía de sus libros. La verdad distaba mucho de mi imaginación, que tiende al morbo, para qué negarlo. Si no, ¿de qué me hubiese metido yo a detective aficionado?. ¿De qué me hubiesen entrado a mí ganas de entrometerme en la vida de nadie, con lo tranquilo que estoy yo con mis partiditas de mus, mis billares, mis películas de vídeo y mi abono del fútbol los domingos?. No me cuesta reconocerlo. A estas alturas de la vida, uno pasa de todo, como decían los jóvenes cuando yo ya había perdido la juventud.
Me he metido a Marlow porque quiero saber cómo es, qué aspecto tiene, qué piensa, cómo ha llegado a la situación que él mismo describe en las hojas que encontré, bien ordenaditas, pulcramente dispuestas junto al cenicero a rebosar de colillas, en el piso que le alquilé, y sobre todo, dónde coño está, dónde se ha metido. El cabrón de Adán. No le importan más que sus obsesiones y sus neuras, y a la pobre Maruja que la parta un rayo. No se la merece, no señor: no merece ni medio segundo de su preocupación.
La casa olía bien, como a geranio recién brotado, porque los geranios huelen solamente cuando brotan. Después, en la madurez de la floración, no desprenden olor alguno, solamente color, para protegerse de insectos y parásitos. Quizá por eso tienen la fama de ser flores duras y resistentes.
Se accedía a las estancia de la vivienda a través del pasillo que las distribuía, al que se llegaba después de bajar ocho escalones de una pequeña escalera dispuesta inmediatamente después de atravesar la puerta de entrada. Al principio creí que me internaba en un sótano más que en un piso, pero enseguida esa sensación se diluyó porque al dirigirme hacia la puerta del salón siguiendo el paso de doña Mercedes, la luz que entraba por su gran ventanal iluminaba a raudales gran parte del corredor, y convertía el estucado pálido de las paredes en un bonito mural de geometrías pintado a base de claroscuros, como si alguien los hubiese calcado con escuadra y cartabón a partir de un modelo cubista.
Al borde del dintel que daba al salón, la claridad hacía inútiles las dos lámparas que colgaban de la pared porque la tarde destellaba contra el cristal que protegía y enmarcaba tres fotografías antiguas en las que se podía ver una docena de hombres sucios, vestidos con ropas de trabajo, encaramados en las posiciones y en los lugares más inverosímiles sobre los salientes y los hierros de la parte trasera de un viejo vagón de tren. En otra, una anciana embicada de negro, a la que no se le ve la cara porque no quiso mostrársela al fotógrafo, descansa sobre la base pétrea de un rollo, en el centro de la plaza remota de una aldea salpicada por la nieve. La tercera fotografía no pude verla porque cuando me disponía a observarla la madre de Adán me invitó a pasar. Me dijo que su marido vendría en seguida, y me dijo también que la primera foto que en la que me había fijado era del padre de Augusto, que había sido ferroviario, y que él también quiso serlo, pero no le admitieron por la vista, porque ya de muy joven no veía bien de lejos. Me señaló con el dedo quién era su suegro y a continuación pasé al salón.
En cada una de las esquinas del cuarto vi macetas limpias, torneadas con cerámica azul, sobre el hueco circular de trébedes pintadas de bronce, rebosates de geranios morados, rojos y gualda. Junto a la pared izquierda, según se entraba, había una mesa de libro flanqueada por dos sillas. Sobre la mesa, el retrato de un joven recién licenciado, tocado con birrete negro mirando fijamente al frente, de una manera inquieta, con unos ojos pequeños, rasgados, que podían ser los ojos de alguien inteligente, y curioso, pero también los ojos nerviosos de un loco, porque daba la sensación de querer salirse del marco. Allí estaba Adán, presidiendo aquella estancia, seguramente disfrutando de unos de los momentos más importantes de su vida, gobernando con su presencia constante cada una de las nostalgias, aflicciones y recuerdos de aquel matrimonio que en la última etapa de su existencia se veía abocado a insomnios, incertidumbres y ansiedades poco merecidas.
Al sentarme en unos de los dos sillones miré la hora y miré de nuevo el retrato y también pensé que el día no tardaría mucho en languidecer. Don Augusto no se hizo esperar. Entró caminando despacio, arrastrando ligeramente los pies, tosió desde muy adentro, con poca fuerza, me dio la mano, sacó del bolsillo uno de esos cigarrillos de plástico que venden para dejar de fumar y acto seguido se sentó a horcajadas, con los brazos sobre el respaldo de una silla que había colocada justo bajo la ventana desde la que se veía la calle, el trajín de la tarde, y la estación, y los trenes llegando y partiendo.
- Usted dirá en qué podemos serle de utilidad, señor Lorente-me dijo sin dejar de mirar por entre la ventana.
( Continuará)- Usted dirá en qué podemos serle de utilidad, señor Lorente-me dijo sin dejar de mirar por entre la ventana.
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