Argüelles, miércoles, 5:00
No hay justicia porque la noción de justicia nació en la fábrica que
fundaron los unicornios y es tan real como la sangre de las piedras o
las alas cromadas de los búfalos. Pienso esto después de la eliminación
futbolera del Barcelona, con la resaca sufriente del que jura que no se
vuelve a enamorar. ¿Por qué he perdido? ¿Por qué siento que soy yo el
que ha perdido? ¿Por qué proyecto en mí el fracaso de un equipo ajeno
que procede de un lugar donde no he nacido y a cuyos jugadores no
conozco? Y además, ¡si estaba claro que terminaría pasando! Le pasó a
Sacchi, le pasó a Cruyff, le pasó a Menotti, les pasa a todos los
azucareros y románticos de al-ataque-haga-frío-viento-o-tornado. Ya lo
decía Napoleón: “Tácito compuso novelas y Gibbon es un vocinglero;
Maquiavelo es el único libro digno de leerse”. No es que gane el mal
sino que ganan los que saben ser buenos o malos según dicte la ocasión,
los que adoptan tácticas defensivas u ofensivas cuando conviene, los que
pierden tiempo a veces y otras no. La suma de bondad y maldad siempre
gana a la bondad a secas; el que sólo sabe ser valiente sucumbe ante el
que además sabe ser cobarde; el que sólo va al ataque es inferior al que
conjuga ataque y defensa. Al final cae Guardiola como cae Gandhi o como
cae Rousseau o como terminan cayendo todos los megaterios de este
mundo, no sin habernos hecho soñar por unos instantes con lo posible de
su irrealidad. Maldito sea Guardiola, maldito sea Messi, malditos todos
los que me hacen caer una y otra vez en mi infantilería, en mi
romanticismo impenitente, porque por eso estoy sufriendo esta noche:
porque ha vuelto a ganar la realidad y la odio. Sí, la odio. Odio el
punto medio. Odio a Mourinho y a Capello y a Clemente y a Trapattoni y a
Bilardo. Odio a Maquiavelo.
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