lunes, 30 de abril de 2012

Álvaro Guijarro. Escritor y poeta. Blog amigo.




LUNES 30 DE ABRIL DE 2012


VI


Rezaba como un puerco ante un solomillo
antes de ir al aseo o merendar con Dios.
Tenía un heraclíteo carácter de automóvil:
pasaba por las trazas con forma de círculo.
Iba regalando atún a obreros de cerradas familias,
llorando ante el intercambio de fluidos.
¿Su emoción? Nula como la de la hélice,
con alguna excepción caliente de turismo.
"Lloré pero llovía" siempre en su paladar,
aciago como cierta palmadita de cerebro.
Más tarde, llegar a las plazas con ahínco
para buscar perfecta encebollada porción.
Aburrido, y encabalgado el tropo mísero,
no tardaba nunca más de dos segundos
en fumarse, caricia y pausa, un cigarrillo,
raicilla de algunas delirantes obsesiones.
Curioso, iba al Mar, catedral del vicio único.
Fuera, o no registrado, caminaba cabalístico,
como si se estuviera aún hoy escondiendo
de esa mujer máscara con japonesa envoltura.
De paseo por las tiendas, y con cómplice gesto,
amor de cajera mediante psicológico ardor.
Luchando a tientas como payaso inefable
Satanás le daba en el ojo con tres caramelos.
Ardía en el mar de los bienaventurados
tratando de esculpir en el agua una romanza.
Construía pan para los esqueletos del invierno.
Para todo ello invocaba sueños omnívoros.
Su epitafio indistinto no deja lugar a la duda:
"Estoy aquí de paso para siempre".

V


A viva voz y solo en una gran callejuela
con versos como amigos o únicos recuerdos
tejí la caída de las configuraciones
y el alba de una nueva apoteósica forma
donde pobres y pobres recrearían sus almas.

Yo era hijo de la más esencial cosmología
(tan importante el sol como el eco de una alberca)
pero no vacilaba en interconectar juegos
capaces de situar al otro sin violencia
frente al agónico desafío del poema.

Como animal cansado de su naturaleza,
reflexionaba sobre la irrealidad purísima,
ideando relaciones a través del símbolo
para poder dar orden al loco desarreglo
del sentido, hogar preferido de la muerte.

Mi otro yo viajaba a saltos por el universo
atento a la música de los viejos atriles.
Me sentía condenado a no sucumbir ya
y así lo hicimos, roja cascada del nosotros,
hasta la más suave y bella regeneración.


DOMINGO 29 DE ABRIL DE 2012


IV


Echo de menos un telescopio en mi frente
una odisea de calor dotada para el invierno
un rayo ergonómico con vocación religiosa
una trampa eléctrica para las bienvenidas
un reloj sin hora sin patria ni odio sin abismo
una melancolía donde desplegar mis secretos
un carnet de acceso para mis ojos de mártir
a este muerto territorio grave e inmaterial

Echo de menos los bombones de cereza
las observaciones apasionadas ante el faro
los combates de ángeles boxeadores
las puertas hacia ningún vago destino
los instantes los instantes los instantes
las piezas inmortales de aquel puzle
los cafetales donde la vida se esconde
haciendo del viaje música celeste 

Echo de menos su aliento de zorrillo
sus heridas con perfume a manzano
su diccionario repleto de síntomas
sus catalepsias más allá de la locura
su ahogo en el cénit de las cafeterías
sus milagros tras el sueño del tiempo
su ardor en los aburridos coloquios 
cuando escribir aún era puro misterio



III


Aquel frío atardecer, en el claro del bosque, y rodeado de espesos arbustos, pude ver horrorizado aquello que durante meses iba a aterrorizar a la comarca.

Según mi reloj, ya eran tres las horas que llevaba recogiendo leña, pero bastaron esa milagrosa aparición y ese suyo armónico canto que hilvanaba a lo lejos desde su boca de niebla como una especie de romanza, para que mi pequeña carreta volcase y cada trozo de leña cayera devuelto al suelo creando un eco de proceloso misterio. Sólo esa figura o sombra delirante y yo alterábamos la inmensidad de la escena. Fuera lo que fuera esa cosa, ella y yo éramos los únicos que habitábamos el denso bosque en aquel momento, además de una hermosa luna llena que nos coronaba convirtiendo en imposible el ceñirse de la oscuridad. Fue entonces, al rezo que interiormente asesté contra ese astro que desde arriba nos mecía, cuando entendí que debía hacer algo, algo que desenmascarara a ese ser que, no siendo un animal, se movía plácidamente entre la realidad y la irrealidad, y cuyo aura, inmortal como un juego, haría temblar a un ángel. 

Así, pleno de valor, me fui acercando, firme y seguro mi paso, hasta su tumultuosa presencia. A medida que avanzaba, su cántico fue enmudeciendo e, igualmente, un fuerte olor me cubrió por entero. Cuando la distancia entre los dos ya era definitiva, y para mi enorme sorpresa, vislumbré que esa cosa no era otra cosa que un niño, por su complexión de unos diez años aproximadamente. Estaba desnudo frente a un charco jugando a construir pequeñas formas geométricas con ramas de pino y, pese a que yo sabía que él sabía que yo estaba ahí, no se inmutó un segundo, continuando agachado, concentrado y de espaldas a mis ojos. No sabiendo qué hacer, y después de un tiempo de pie contemplándole como a un milagro, decidí yo también agacharme hasta su nivel. En ese momento, la luna, que antes no acariciaba sus mejillas, lo hacía de repente y, sus ojos, salvajes como los de un dios, se clavaban en mi mirada quebrando mi existencia. Una cicatriz rodeaba su frente como una diadema cosida por pequeños lunares. Sus facciones eran agrestes y demasiado firmes para su edad: sentí que esa cara suya, tierna pero tenebrosamente sobrecogedora, despertaría de por vida en mis peores pesadillas.  

Y fue en ese instante, donde el misticismo se exhortó instantáneamente, cuando lo comprendí todo: ese niño no era otro que Gabriel Suárez, hijastro de Pepa y Ponce, dos legendarios campesinos del pueblo sobre los que, se decía, recaía una negra maldición. Durante muchos años, se les había culpado de varios asesinatos a lo largo y ancho de toda la comarca y, siempre que alguien se encontraba con alguno de ellos, después esa persona relataba los entresijos del encuentro con miedoso recato. Mientras estas ideas luchaban por encajar en mi pensamiento, decidí, sin mediar palabra, levantar a Gabriel y, portándole sobre mis hombros, transportarle hasta el pueblo. Durante el trayecto su actitud me conmovió. Sorpresivamente tranquilo, no dijo ni pretendió nada, como si algo en él intuyera que su vida fuera a transformarse. Una vez llegamos y nos adentramos en el pueblo, y con Gabriel aún sostenido en mi espalda, comencé a gritar, emocionado: “¡Ha aparecido, ha aparecido!”. La gente empezó a salir de sus casas conscientes de quién se trataba: Gabriel, aquel niño perdido hace más de un año y al que, tras ocho meses de intensiva búsqueda, se le había dado por muerto, oficiándose una misa honorífica en la Plaza Central. Todos lloraban y besaban a Gabriel como si fuera un santo, pero entonces, un silencio sepulcral se cernió sobre la tierra: eran Pepa y Ponce, y Ponce llevaba un largo cuchillo en la mano. Gabriel reconoció a sus padres de inmediato, y corrió hacia ellos. Lo que ocurrió a continuación no soy capaz de relatarlo. Sólo diré que ya nadie entra en ese bosque y que la gente que conocía no es la misma: la luna es una inmensa lágrima y el dolor nos ha vencido.


II


Florentino no fue nunca más el mismo después de que Natacha, la rata del barrio, le dijera que no, que no quería desayunar ya con él ni tomar con él nunca más el almuerzo al son del mediodía, entre las docenas de palomas arremolinadas, que lo que ella quería sólo era alimentarse desde las profundidades vitales del sexo.

Macaccia, por otro lado, le cambió la vida radicalmente a dieciséis personas, de entre las cuales cuatro devendrían suicidio, seis intento de suicidio, dos posesión de armas, uno ataque nervioso ficcional Esto hará que vuelva mi Natacha, etcétera, y entre los que sin duda se encontraba Florentino, con el que Macaccia iría a dar.

Florentino y Macaccia están muy enamorados.
Florentino y Macaccia van ya eligiendo sus tareas.
Florentino a Natacha Tú ya no eres la única para mí.
Macaccia yéndose pensando en volver y volviendo.
Florentino meloso disculpándose de pie ante Natacha.
Macaccia Está bien ven trabajemos por una gruesa familia.

Feliberto, el mayor, siempre primero en presencia, obligando incluso a nombrarme primero a mí, Feliberto, al uso del listado, a la educación del porvenir, al estar de ancla en ancla; Manuel, casi inventado, torpe en la curva, horrible en el semblante, llegando tarde a reuniones, a citas en estaciones africanas; Pilón, arcaico, temeroso, no sé si quinto o sexto en los doce, nadie para su interés, un completo espíritu de humo; Rosita, la bella y larga Rosita de romper corazones como nueces en Chirango, elegante en el alma y el vestir, atravesada por plumas y plantas; Europa, sonata berlinesa agazapada en el sonido armónico de los centenares de las tensas cuerdas, siempre dada al espacio, como un relámpago; Brígida, a secas, Brígida; Ernesto, soñador de fábulas vitales, de Lograré ser quién quiera ser y para mí la vida es un proyecto libre y abierto; César, ternura en la piel que transmite, falta de mal, demasiada falta de mal, balbuceaba desde ya antes del noveno mes; Bob, al que tanto Feliberto como Manuel como Pilón como Rosita como Europa como Brígida como Ernesto como César como Marina como Roberto y por supuesto como Florentino y como Natacha consideran de la familia aunque se lo encontrara Pilón como se lo encontró, medio desangrado el pobre chaval entre las cebollas y los tomates de la granja de Brígida, sonando One Too Many Mornings en la blanca cocina; Marina, contenido fugaz de aguas y fosas y marismas subacuáticas de azules navegando en verdes y amarillos peces de la trastienda oceánica; y Roberto, el pequeño gran Roberto, poeta pero al fin y al cabo poeta, poeta de amargos desayunos.

Cuarenta años después, Florentino y Macacha se sientan bajo su antigua pérgola a disfrutar del ronroneo de la mañana. En el cielo, entre los dos, cuentan quince pájaros.

SÁBADO 28 DE ABRIL DE 2012


I


Muchos fueron los acontecimientos que llevaron a Jesús Ordóñez a trabajar en la biblioteca pública de Jérdolo, al sur de la Bravia, en torno a los graves territorios norteños de Malca y Doreste.

Y desde que empezara a trabajar aquí, hace ya treinta años, no le debemos ni le deberemos nunca nada para mal a aquel Jesús. Parecía, y así nos lo hacíamos decir unos a otros, que nadie nunca le hubiese hecho mal a nuestro fiel Ordóñez, trabajador sigiloso, preso del tiempo, ritmo y pálpito de los conciudadanos de Jérdolo desde que apareciera aquí aquel lejano jueves de finales del turbio mil ochocientos ochenta y tres, y a cuyos ojos blancos, esos sus dos ojos suyos que nosotros observábamos irse apagando a medida que avanzaba la jornada y se iba formando la imagen que Jesús después siempre solía hacer por olvidar volviendo al hogar privado, ya zigzagueando de angustia, sobre sus rodillas, sobre su pensamiento, ya caminando de vuelta a casa más que como Jesús como una sombra de duro metal, el momento de apagar las luces de la sala principal de la biblioteca, ese "receptáculo de dioses engañados" que Ordóñez hacía bien en llamar y del que me hablaba períodos enteros con ternura y terror, a cuyos ojos, magníficos, la inmensidad se abría, introduciendo en las cosas el insobornable espectáculo de la actividad que, a un golpe, desanudaba, desentorpecía, cada nudo, cada entorpecimiento.

Al principio, la biblioteca era el eje central de nuestro mundo. Arrastrábamos tradiciones insólitas y aceptábamos el destino de tener que expandirnos. Entendíamos, según los relatos que nos habían sido legados, que aquella construcción hacía de ensamble entre la voz de los dioses y los de la tierra. Nuestro lenguaje, nuestra técnica, se habían originado sólo y gracias a este despliegue. Durante el invierno invocábamos a la gramatología. El verano, en cambio, hacía de lazada con el aire de blanco vidrio, y todo Jérdolo levantaba su alma hacia el cielo en busca de una arquitectura. Bajo la respiración entrecortada del tiempo, valorábamos principios que pudieran concretar nuestro salto confuso a la configuración y, juntos, éramos el ancla de diamante de aquel barco, aquel edificio que tratábamos de unir a la superficie rasa. Desconocíamos por completo si fuera de nuestras fronteras se nos consideraba o no como guerreros: antes de todo enmudecíamos frente a la simbología trágica de nuestro emblema, nuestro espíritu de finitud tapiada, nuestras caricias de bronce.

Sólo sé que siempre quedará en mi memoria el don, la excelencia de aquellos paseos que prodigara a diario nuestro buen Jesús por las calles de Jérdolo. En aquel tiempo yo terminaba mis sueños y me ponía a secar los trapos antes de enjabonarme. La hierba, los tábanos, los cerezos, todavía dormían, y yo ya me sentía culpable por la obligación de tener que recrear a ese pájaro de cobre en el que mi amado Jesús se transformaría a su paso por esta mi calle tocada por el gesto del cielo, esta mi querida calle Hedef de mudo asfalto, hoy vientre histórico de Jérdolo, escenario del sitio contra el que nunca nos sublevaremos.

VIERNES 27 DE ABRIL DE 2012


LOCURA (GÉNESIS)


Duro hallazgo. En alma. Tesitiva.
¿Dó hay talismanes como de cuento?
O abrazan las arañas los abetos.
Y una ficción nos es definitiva.

Calor de otro ámbito, mirillas...
...reclamo inconsciente, encuentro,
hasta emerger loco soneto...
...cuyo ancla diamante de por vida.

 Así con imaginar para ver
el corazón de un giro muy bestial
donde vivo vive vivo vi un ser.

Todo sea por ardor celestial,
para de una vez pasar a entender
el corazón de un giro muy bestial.


1 comentario:

  1. Maravilla. Me alegro de encontrar esto. Álvaro, ya sabes que tu poesía me conmueve. Hace días echaba de menos a tu incivilizado. Salud.

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