jueves, 22 de marzo de 2012

Rafael Reig. Escritor. Blog amigo.


Rafael Reig, blog, escritor, novelista, literaturaPues aquí pondré lo que se me vaya ocurriendo. Poca cosa, en general. Lo primero que se me pase por la cabeza. Lo que lea por ahí y lo que me cuenten en la barra de los bares o los amigos. Y si alguien quiere poner algo también, estupendo: no censuraré ningún comentario. Corrijo: sólo permitiré que se publiquen los comentarios que a mí me dé la gana y no daré ninguna explicación al respecto

En todos los trabajos se fuma

Cuando las cosas no salen como quieres y esa grandiosa y sublime novela que estás escribiendo se atasca, no queda más remedio que aceptar consejos.
Por mucho que duela.
Pasas a limpio lo que llevas y se lo envías a alguien con una explicación que, en resumidas cuentas, dice: esto es lo que hay y quiero llegar a este otro sitio, ¿tú crees que voy bien o que ya me he salido de la carretera?
Eso hice y le mandé el paquete a mi editor.
Sigo convencido de que el trabajo de un editor no es otro que lograr que yo escriba la mejor novela que yo pueda escribir.
Será mala o buena, pero el editor garantiza que es lo mejor que ese autor pueda conseguir y que ha hecho todo el esfuerzo que es capaz de hacer.
Ése es su trabajo, creo yo.
Con ciertos autores, como es mi caso, holgazanes y trapaceros, dados a conformarse con una faena de alivio, mirando al tendido y con un brindis al sol, puede resultar un trabajo ímprobo, eso sí.
El editor es quien vigila para que no me conforme con menos. Me pone contra las cuerdas hasta que me decida a dar el puñetazo donde duele y con todas mis fuerzas. No consiente que utilice atajos ni que recurra a soluciones brillantes y fáciles, pero que en realidad escurren el bulto y donde no me empleo a fondo.
Una vez enviado el paquete, mientras el editor hacía su trabajo, me di un descanso y tuve esta semana la casa llena.
Con imprudencia temeraria, mi hermana Helena y Álvaro nos dejaron varios días a Alicia.
No pude resistirme a hacer una foto de los dos biberones juntos, de los que Ali y yo empinábamos el codo a intervalos regulares:
El rincón de primeros auxilios, con las gafas, los biberones, el transistor para poner Radio Clásica y el billar en miniatura para los entrenamientos. En el armario están los tableros y las piezas, uno pequeño, para estudiar; y otro grande, para jugar.
¿Que si la mimamos?
No te imaginas cuánto.
Para educarla y forjarle el carácter y esas pamplinas ya están sus padres, ¿no? Los tíos somos más partidarios de enseñarla a silbar, de que no abuse de la fruta ni de la verdura (pero que no le falten patatas fritas ni golosinas) y de que haga dibujos en todas las paredes que le dé la gana, qué pasa.

Aquí está Ali con su anciano tío que le había preparado una tostada con mantequilla.
La niña se empeñó en comérsela con cuchara.
Pues vale.
Luego me enteré de que al parecer ahora en las guarderías comen hasta los filetes con cuchara, porque deben de estar convencidos de que, como les des un tenedor, los niños de inmediato se lo clavan en el ojo a sí mismos o a otros.
Si ya había una sobrina, ¿por qué no dos?
Se vino también mi sobrino Rafael con su novia, Clementina.
En las sobremesas, mientras Clementina le leía cuentos a Alicia, Rafael y yo jugábamos un poco.
Como Alicia ya empieza a hablar y puede chivarse a sus padres, tuvimos que hacer potaje con bacalao y verduras, para convencerles de que la niña se encontraba en un hogar saludable, con dieta equilibrada y ejercicios gimnásticos a diario, antes del desayuno, para no hablar del contacto con la naturaleza y largos paseos que no conduzcan indefectiblemente al próximo bar.


Nos pusimos todos firmes para la foto, Violeta, sirviendo el potaje, mi hija AnuscaMarcela, Clementina y Rafael.
La visión del saludable y nutritivo plato de cuchara  provocó cierto disgusto entre los más jóvenes:


… así que guardamos la cámara y decidimos acabar de una vez con esa farsa, nos llevamos los platos soperos y trajimos las patatas fritas y las chuletas de cordero.
Y el gran bote de Ketchup, claro.
Luego Rafael y yo seguimos jugando, mientras Clementina intentaba enseñarnos a bailar samba (un empeño inútil, en mi caso, pues tengo una psico-motricidad errática y una concepción del baile que tiene menos que ver con el ritmo que con el concepto de “arrimar cebolleta“).


A Alicia le dejó Anusca su habitación para que se habilitara un estudio de dibujo y pintura en el que la artista no dejaba entrar a nadie.
Pude capturar esta instantánea desde el exterior:


Así pasé varios días, con familia y los amigos del pueblo, recorriendo los bares y sacando libros infantiles de la biblioteca, hasta que mi editor me llamó a capítulo.
Fui a Barcelona como quien va al examen de reválida de bachillerato sin haber abierto un libro.
Lo tenían todo preparado, qué astutos.
Se habían repartido muy bien los papeles.
Beatriz de Moura hacía de policía bueno y Juan Cerezo de policía malo.
Beatriz me recibió con abrazos y sonrisas, me dijo que todo iba estupendo y que había hecho un buen trabajo, que iba a quedar una gran novela,  y  luego, como en la santa inquisición, me relajó al brazo secular:
-Bueno, os dejo, que tendréis que charlar Juan y tú.
Vaya que si charlamos: durante horas.
Con el manuscrito en la mano, lleno de anotaciones a lápiz de Juan, lo destripamos juntos de arriba a abajo.
Aquí funciona mal la focalización, mira, a mitad de párrafo te vas con otro personaje, y me lo leía para avergonzarme; este personaje sobra; éste no sobra, pero no has contado por qué se comporta así, lo dices, pero yo no lo veo, no haces que pase delante del lector, te limitas a contarlo; en estos tres capítulos la narración no avanza; aquí estás sacando músculo, muy bonita descripción, pero, si tanto te gusta, la presentas a unos Juegos Florales y la sacas de inmediato de la novela, donde no pinta nada; mira en estos párrafos,aquí  te oigo a ti, no a tus personajes, no les dejas hablar con sus propias palabras; de esta página hasta ésta me he desinteresado por completo, piensa por qué no has conseguido sujetarme a lo que me estás contando, qué has hecho mal; no me cuentes que es cobarde, coño, invéntate algo y que yo lo vea, que sea yo el que saque esa conclusión, Rafita, tú tienes que crear un mundo, no aludir a él; todo esto es paja, con esa última frase que te subrayo, ¿no dices ya todo? Pues entonces, ¿para qué? ¿para lucirte?; esta tía nunca haría esto que tú le haces hacer, es incoherente con todo lo que yo sé de ella hasta esta página, ¿no te das cuenta?; ¿no has pensado que también oyen ruidos o es que tú sólo te fijas en lo que se ve?; mira todo este párrafo, esas palabras no son de ese personaje, son tuyas, aquí no pintan nada, por mucho que a ti te hagan tanta gracia; todo esto está desordenado, no gradúas cómo me quieres dar la información, en qué momento, para que tenga más sentido; ¿por qué has escrito esta escena y por qué la sitúas en ese punto de la otra historia?, dime de qué querías hablar para que fuera necesaria esta escena: en toda esta parte hay dos tonos, ¿por qué? ¿Se te va y desafinas o es que quieres usar esos dos tonos para algo?; ¿tú crees que te puedes ventilar esto así, con esos dos párrafos? Venga, venga, tienes que inventar algo más eficaz, narrativo, no discursivo, tienes que trabajar, aunque te cueste; ¿de verdad quieres que ella haga eso, es un deseo tuyo o es un deseo de ella, piénsalo?…
…y así sin parar: unas seis horas.
Volví a casa fastidiado, porque me habían puesto muchos deberes y tengo trabajo por delante, pero feliz, porque ahora sí sé que es lo que quería hacer y por dónde tengo que avanzar.
Ése es el trabajo.
Me acordé de lo que me contó una vez Eleuterio Sánchez, al que llamaban El Lute, con quien pasé unas horas muy agradables compartiendo caseta en una Feria del Libro.
Era la historia de aquel pobre quinqui al que le estaban dando una paliza brutal dos números de la Guardia Civil, hasta que dijo de pronto, desesperado:
-Oiga, mi sargento, ¡que en todos los trabajos se fuma!
Y así consiguió que dejaran de zurrarle y pararan un momento para echar el reglamentario cigarrito.
Juan, coño, que en todos los trabajos se fuma, alegué, y nos fuimos con Natalia y Alejandra a comer al restaurante Monte Igueldo.

Aquí está Juan con Alejandra, parando un momento para echar el cigarrito de ordenanza.
Fortalecido por unos chipirones en su tinta y un par de whiskies (bueno, tres, la verdad sea dicha), volví a sentarme con Juan para la segunda sesión, esta vez en una terraza con toldo y estufa, para poder fumar mientras seguíamos trabajando y que ya no tuviera excusas.
Llegué a casa a las doce de la noche, con mi manuscrito destripado y una lista de tareas pendientes que me da escalofríos.

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