martes, 6 de marzo de 2012

Pobrecito Hablador del siglo XXI. Blog amigo. Sobre Walter Benjamin.

El mito y la furia (XII)


(Viene de aquí)
Así vivirá Indalecio Bot su vuelta a casa cualquiera día de la semana, con la conciencia clara de quién es, la asunción de su papel en la Historia, incluso en los momentos de descanso (porque descansando también se hace la Historia) y con la certeza diáfana, libre de dudas, sobre el papel que juegan los demás en relación a él mismo y al suceder de los acontecimientos que mueven los días del mundo.

Decía Walter Benjamin que “la narración es y ha sido uno de los mejores antídotos para luchar contra el mito”. Yo, Adan, un cuarentón que se desliza vertiginosamente hacia el lado invisible de la vida, intento explicarme a mí mismo mi trayectoria vital, fundamentada principalmente en valores, creencias, personas, historias, pensamientos, impresiones o sentimientos asentados en mitos. Y cuando me convenzo de que narrando el hundimiento de cada uno de ellos ando en el buen camino, me doy cuenta de que en realidad estoy cayendo en una fabulosa contradicción porque precisamente por narrar vuelvo a ellos, nuevamente, a la causa principal de mi descreimiento, de mis desengaños y de mis errores.

Así que no puedo dejar de pensar que debido al cúmulo de paradojas y al desorden y la desorientación que arrastra el objetivo final de este relato, todo esto se está convirtiendo en un chiste, en un mal chiste que no provoca sino muecas sin risas y un nuevo desengaño. Y más cuando añada ahora, en estas próximas palabras, sin tan siquiera sonrojarme, que tenía tantas ganas de citar algún día a Walter Benjamín que el momento y la frase que escojo son los menos propicios y adecuados para hacerlo.

Pero me da igual, y no me avergüenzo. Es lo único bueno que me ha ocurrido desde que empecé a escribir y a planear mi final: perder la vergüenza. La cuestión es que yo quería citar a Walter Benjamin, y de hoy no pasaba porque es uno de esos nombres míticos que se oyen cada dos por tres de la boca de lo más granado de la intelectualidad; un nombre que escribe casi a diario un puñado de eruditos a la violeta que gritan, a través del altavoz robado a cualquier sindicalista liberado, críticos y fantasmas de todo pelaje quienes, referenciando a cuatro celebridades de la historia del pensamiento, y después de haber consultado un par de tomos de aforismos –por supuesto, bien ordenados alfabéticamente por temas- resuelven, facturan y se ganan el pan.

Cuando digo que quería citar a Walter Banjamin quiero decir que he querido citarlo desde siempre, desde hace ya mucho tiempo. Casi podría afirmar que desde que tengo uso de razón. Mi deseo se remonta al año legendario en el que superé por fin el Curso de Orientación a la Universidad, aquel memorable COU nocturno para el que necesité del permiso expreso del jefe de estudios y de una página complementaria en el libro azul de escolaridad.

Me gustaría recordar el momento y el lugar exacto en el que nace mi admiración y mi interés por el pensador alemán y como no tengo mucho empeño en precisarlo, porque tengo la certeza de que es una cuestión de nacimiento, surgen en la memoria, sin carnalidad, sin materializarse, atropellados y arrebatándose mutua y recíprocamente las palabras sobre las tarimas de las aulas, Ángel, un profesor gay, diabético, vestido siempre con elegantes trajes arrugados, gran fumador, estruendosamente anticlerical, que nos enseñaba historia del arte aderezada de hazañas de la Unión Nacional Revolucionaria de Guatemala (UNRG) y de ingeniosos ascos hacia los corazones sangrantes de la pintura barroca española, y Xavi, profesor de literatura catalana pero licenciado en historia, jovencito, simpático, propenso al sobrepeso, afiliado al PCC y fundador de una revista satírica radical.

Desde que oí de boca de esos dos hombres el nombre de Walter Benjamin, cada vez que lo he vuelto a escuchar o que lo he veía citado en algún libro me acomplejaba por no haber leído nada de él y al mismo tiempo me daba por ensalzar muy íntimamente al autor de la cita o de la referencia porque daba por hecho que traer a colación una reflexión del filósofo, el fondo cultural, intelectual y sensible de quien le citaba crecía muy por encima del de la mayoría de los mortales.


Al mismo tiempo, me producía coraje e impotencia no reproducir yo mismo, ni por escrito ni de viva voz, algunos de los pensamientos del alemán. A veces me daban ganas de hacerlo de oídas, copiando citas de otros, pero eso hubiese supuesto tanto como traicionar mi desarrollados sentidos de la ética y de vergüenza torera que por entonces habían hecho de mí un primo de reconocido prestigio.

Lo que yo quería era subrayar directamente sobre alguna de las obras de Walter Benjamin mis propios párrafos predilectos y apropiármelos, hacerlos míos para después intercalarlos elegante y pertinentemente en algún escrito; o proclamarlos en alguna comida de amigos mientras bebíamos la copa de coñac digestiva, puesto en pie, con el tono justo de voz y la satisfacción inmediatamente posterior de verlos a todos con la boca abierta, rendidos a mis pies, mientras yo le daba una calada al Montecristo de rigor y expiraba el humo con la misma pose descuidada con la que Indalecio Bot habla por teléfono con el presidente de la Unión.

Sin embargo, para ser sinceros, lo que me interesaba de verdad era escribir o pronunciar abiertamente su nombre completo, sin más pretensiones. Escribir o decir W a l t e r B e n j a m i n, como dijo W a l t e r B e n j a m i n , según escribió W a l t e r B e n j a m i n… y no hacerlo por vanidad, pedantería, impostura o utilitarismo intelectual, independientemente del pensamiento o del fragmento de su obra que la cita reprodujese. Ni siquiera deseaba citarle por una sincera admiración hacia su obra y su figura. Mi deseo único y franco era nombrarlo, sencillamente; pronunciar el nombre del hombre y acompañarlo del apellido inseparable que le confiere su existencia, su presencia y su trascendencia en la Historia. Es decir, pura y simplemente escribirlo y declamar: Walter Benjamin. Y otra vez: Walter Benjamin, Walter Benjamin.

Algo parecido me ocurría con Ortega y Gasset, pero a la inversa. Por más que he oído y leído su nombre en centenares de citas reproducidas, intento siempre, por todos los medios, no pronunciar su nombre. Cuanto más cositas leo de este señor, menos ganas tengo de decir sus apellidos, como si al hacerlo, de repente, en una especie de sortilegio prospectivo diseñado por él mismo, pudiese llegar a levantarse de su tumba y tomando conciencia de su circunstancia decidiese salvarla de su esqueleto para formar poco a poco la musculatura encarnada, la red venosa de todo el cuerpo y finalmente la piel pulida de tono cano que cubre la carne viva y conforma su imagen, la célebre figura elegante y afectada del filósofo madrileño.

Si explico todo esto es por comprobar si el tratamiento que prescribe el doctor Walter Benjamin es de efectos inmediatos, si es de largo alcance y por tanto necesito constancia en su posología, o si en verdad no tiene más que un efecto placebo, y cura de los mitos solamente a quien crea en sus efectos, aunque, visto lo visto, creo que no me queda más remedio que seguir narrando, sea cual sea el resultado, sobre todo porque estoy convencido de que va a ser el único modo de fortalecerme, de romper con todo lo que me aliena y de llegar finalmente a cambiar esta vida de mierda por la que en realidad me merezco.

Continuará

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