Póngame ocho o diez chiquitos mientras van llegando los amigos
Mi padre era alcohólico, xenófobo y machista.
Nunca se acordó de mi
cumpleaños. Me llevaba a cortar lechugas y a coger pimientos en los
invernaderos de Lezama o Larrabetzu y a la vuelta, con el coche cargado
con la verdura que luego revendíamos en el Mercado de la Ribera, entraba
en cualquier bar y le decía al camarero:
–Póngame ocho o diez chiquitos mientras van llegando los amigos. Y un kas de limón para el crío.
Nunca me hizo un solo regalo.
Cuando en la televisión emitían los documentales de Rodríguez de la
Fuente o los de fauna salvaje adquiridos a la BBC, se quedaba mirándolos
con un interés desusado, como si fueran personas los animales que
aparecían en la pantalla, y de pronto me decía medio en broma y medio en
serio mira, esa leona se comporta igual que tu madre, lo que ha hecho
esa cierva es lo mismo que hace tu prima la de Erandio, y como yo me
reía al escuchar estas cosas sobre mi madre o mi prima, de pronto
cambiaba el semblante y me decía muy firme:
–¿Te ríes? ¿Qué crees tú que son las mujeres salvo animales? Tú intenta entrar en razones con las mujeres, a ver adónde llegas.
Y como era pasmosamente
detallista en algunas cosas y hasta divertido, de pronto volvía a
desenfadarse y, con una sonrisa de medio lado, me matizaba alguna
imagen:
–Mira ese leopardo, el mal genio que tiene, cómo se parece a tu hermana Nekane, hasta de cara se parece un poco.
Nunca me preguntó por mis
estudios, si aprobaba o suspendía, si pasaba o no de curso y con qué
calificaciones. Me llevaba con él a la feria de ganado de Mungia y me
hablaba de la longitud de las patas de las vacas, la leche que podía dar
cada una de las razas vacunas, de qué forma adivinar la envergadura y
peso que podía alcanzar un novillo de dos meses cuando llegara a su edad
adulta. De vuelta parábamos en algún bar y decía al camarero:
–A ver, ocho o diez chiquitos mientras van llegando los amigos y un kas de limón para el crío.
–No tenemos kas.
–Pues una fanta.
Nunca me llevó al cine o al
fútbol. Tampoco al circo o al teatro. Consideraba a los negros, los
moros, los gitanos y cualquier persona de piel mestiza como seres
inferiores, aunque simpatizaba con ellos porque, como decía, “bastante
tienen los pobres con llevar esa desgracia”. A los españoles los veía
totalmente incapaces de levantar piedras o jugar a pelota mano:
–No pueden. Ponle a un español a levantar una piedra y verás que no puede.
–Qué tontería, aita.
–¿Tontería? ¿Por qué crees que los españoles no levantan piedras? ¡Porque no pueden! ¡Se fatigan!
La sola perspectiva de
imaginarse a un español levantando piedras le hacía revolcarse de la
risa y, aunque a mí me ponían enfermo esos arranques de racismo y me
multiplicaba en su contra cada vez que se los escuchaba, él no se
arredraba sino que se crecía:
–¿Un español levantando piedras?
¿Te das cuenta de la sinsorgada que estás diciendo? ¡Cómo va a levantar
piedras un español, si es inútil total para eso! No vayas diciendo esas
cosas por ahí, te lo pido por favor, porque te van a tomar por tonto
completo.
Nunca me preguntó por mi
relación con Iratxe, de dónde era, cuántos años tenía, nada. Con los que
él llamaba “españoles” no guardaba ninguna animadversión sino al
contrario, sobre todo con los andaluces. Su pasión por Andalucía era muy
grande; cada vez que aparecían en la televisión Rocío Jurado o Fran
Rivera o Jesulín de Ubrique o Carmina Ordóñez o Lola Flores o Antonio
Gala o Isabel Pantoja u Ortega Cano, se quedaba pasmado ante sus
palabras o ante su arte, sobre todo ante lo que llamaba su “mucho
corazón”, y, comoquiera que incurría en el tópico de relacionar a España
con lo andaluz, a veces solía decir:
–No cabe duda de que ser español es cosa grande. Ya me hubiera gustado a mí ser español...
–¿Y por qué no eres español? –le preguntaba yo.
–Porque soy vasco.
–¿Y por qué eres vasco?
–¡Porque soy vasco!
No había manera de sacarle de
esa concepción racial: él era vasco y sólo vasco por la única razón de
que era vasco. Pero de los vascos, con todo, no guardaba muy buena
opinión: le parecían torpes, cobardes y salvajes. Solía repetir muchas
veces, ya en el colmo de la resignación, que los vascos siempre votarían
al Partido porque “el vasco no da para más”. Cómo sería la desconfianza
que guardaba con ellos que, admirado ante la estructura de Astobieta,
se pasaba los minutos estudiando la disposición de sus vigas y me decía:
–Este caserío..., ¡el talento con el que está levantado este caserío! Imposible que lo hayan hecho vascos.
–Ya estás diciendo tonterías, aita –le respondía yo–. Lo habrán levantado los chinos, no te jode.
–¡Vascos imposible! ¡El vasco no tiene tanto talento!
Nunca se interesó por los
resultados o los goles que había marcado en mis partidos de fútbol,
tampoco me preguntó si quería ir a la universidad o qué carrera quería
escoger. Así era mi padre. Recuerdo la primera vez que pidió al camarero
que le pusiera ocho o diez chiquitos mientras iban llegando sus amigos,
con qué expectación esperé a que fueran llegando esos amigos. Cómo
después fuimos a otro bar donde volvió a repetirse la escena y tampoco
aparecieron sus amigos. Cómo empecé a comprender con los días y las
semanas que mi padre, sus ojos siempre perdidos en un punto, se iba
destruyendo mientras bebía uno detrás de otro los vasos de vino
destinados a sus amigos, aquellos a los que no había llamado y que nunca
iban a llegar.
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Adoro passear em seu blog.
ResponderEliminarGosto demais de tudo o que escreves.
Parabens ...carinhos da
vera portella