martes, 27 de marzo de 2012

Batania - Neorrabioso


Jesucristo fue grande antes de volverse loco y creer Dios

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Uno va pasando las páginas de los evangelios como capítulos de una novela negra. Cristo es el hombre a seguir, el detective edípico que va a preparar y descubrir su propio asesinato. Me enternece comprobar cómo logra hacerse con doce discípulos. Parece de sentido común que a estos discípulos, en consideración a su extracción baja, les hable en un lenguaje llano, pero él prefiere dirigirse a ellos y al pueblo analfabeto mediante parábolas crípticas: se nota que no trata de convencerles ni de comunicarles nada: sólo quiere fascinarles. Sin embargo, hay algo suyo que te atrapa desde el primer momento: aunque sabes que va a perder, tiene algo tan puro que deseas su victoria.

Se propone fundar una secta en favor de la hierba y en contra de la carne, pero es demasiado joven e impetuoso para cumplir lo que él mismo propone. Predica la contemplación y la pasividad, pero reacciona lleno de bilis ante las críticas de los fariseos, a los que siempre humilla dialécticamente; predica el silencio y el trabajo en la sombra, pero él no pierde ocasión de hacer frases huecas y brillantes mirando al infinito: parece como si necesitara demostrar continuamente su superioridad sobre los demás. Cura enfermos y hace "milagros" a la luz del día; no contento con ello, ordena que se les dé publicidad a estos hechos. Predica la no violencia, pero entra en el templo a latiguear a los mercaderes y cultiva un lenguaje tempestuoso (“yo no he venido a traer la paz, sino la guerra”, llega a decir). Tan cercano en cuanto a los postulados, sus frases terroristas y maneras de altanero habrían desagradado a un Buda, aunque prefiero la temperatura imperfecta de Cristo a la perfección budista del ataúd.

Me hace gracia que todavía se discuta si era un hombre o un filósofo o un dios. Me parece evidente que Jesucristo fue un hombre solitario y bueno que se volvió loco. La bondad es compleja, tengo dicho, y también engendra monstruos. Cristo tiene cosas de Santa Teresa, de Whitman, de Hugo Chávez: es un soñador enceguecido por la pureza del bien; si volviera mañana le tomaríamos por un payaso, un mentecato o un iluminado populista. Mientras se controló supo utilizar su ego como medio para propagar sus ideales insensatos pero comunitarios. Durante las tres primeras cuartas partes del evangelio me parece un ser excepcional, imantante, distinto. Después todo es decadencia.

A quién se le ocurre entrar en Jerusalén a lomos de un burro*. Sólo se proclama dios aquel que ha dejado de creer en los demás. Como todos los solitarios, se debatió entre una vanidad creativa y solidaria y una vanidad complaciente y egoísta: finalmente fue dominado por la segunda. La cruz no es más que el monumento que se concedió a la voracidad de su ego: a eso quedó reducido su genio.

De él no queda nada. Sobrevive como una gran fascinación, la mayor que han dado los siglos. De ese encanto imperecedero se va a aprovechar Pablo, que suprime enseguida todo lo que hay de vacío y poco práctico en las parábolas y funda una religión ganadora, esto es, una religión carnívora y sangrienta.

No hay pruebas de que se riera una sola vez. Era un gran solemne. El discurso de la montaña prueba que era poeta, uno de los mayores que han existido.
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*NOTA: Fue el propio Jesús quien pidió a sus discípulos que le trajeran un burro para cumplir una profecía que Zacarías formuló siglos antes, donde se decía que el futuro Mesías entraría en Jerusalén a lomos de ese animal
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