La erección Harry's.

Me
dijo un día un colega urólogo que el hombre dispone de un infinito
abanico de estímulos para alcanzar una erección como dios manda, y que
no todos ellos se reducen al contacto lechal con una/s, o con uno/s -
dependiendo del deje o de los cromosomas- congénere/s.
Dicho de un modo más coloquial: que para pillar una buena empalmada no siempre es necesario que una guarra te la chupe.
Conclusión:
seis años de carrera y un examen jodidísimo para acabar ganándote la
vida a base de día sí y día también meter el dedo por el culo a la
gente, tampoco es para echar cohetes. ¿Eh, uro?
Bien.
Digo
esto porque el sábado “a la sera” erecté, y mucho, y lo hice de forma
natural, para nada forzada, paladeando una exquisita cena, un “algo”,
una “cosa” importante, la que con sumo cariño y sensualidad nos preparó
en su propia casa el dueño de este chiringuito con nombre de ánade y
visitantes de la peor calaña.
Al
principio, lo que más me chocó (a estas alturas manda huevos que algo
me choque) fue toparme con el salvaje de Míchel cocinando prácticamente
desnudo, ataviado apenas con un delantal de publicidad de “Skoda
Octavia”; pero en un momentín me repuse, sobretodo cuando mis glándulas
olfativas se liberaron de todos los grumos de hachís acumulados durante
la tarde y mis pupilas consiguieron digerir la escena de un chef en
taparrabos (¿Johnny Weyssmüeller?, o como coño se escriba), abriéndose
entonces ante mí un universo de aromas, sabores y texturas hasta la
fecha desconocidos.
Sí,
es obvio que un individuo que se ha pasado medio año largo rapando en
las entrañas del Akelarre debe, por cojones, tener unos fundamentos
culinarios fuera del alcance del resto de los mortales; pero desplegar
semejante repertorio de poesía culinaria, de elixir, de alma, de esencia
en estado puro, no es un don con el que muchos de nosotros hayamos sido
agraciados -y ahí me incluyo yo el primero, porque en ocasiones me las
doy de cocinillas- y ello con independencia de que sus cimientos se
hallen sólidamente construidos con hormigón subijano.
No sé, pero bien pensado puede que en el fondo el puto urólogo tuviera razón.
Retomemos.
De
primero, el chef nos cascó un Carpaccio. Cuidadín, ueeeeeeeeee¡¡¡, me
estoy refiriendo al Carpaccio original, al de verdad, al gran
desconocido, al nacido en el “Harry’s”, nada que ver con el Carpaccio
convencional cebado de pedazos de ternera vulgarmente aplastados,
amontonados y aderezados con aceite de colza y queso parmesano, ése que
te sirven en cualquier bareto con ínfulas. Por favor, señores, por
favooooooooor¡¡¡ que estoy hablando de Míchel, del gran Míchel -y de su
patrocinador Skoda Octavia-, que otra cosa no tendrá, pero estilo y
clase los tiene para dar y regalar (ésta se paga, perro).
Sí, Míchel cocina que te corres. Fuaaaaaaaaaaaaa¡¡¡
El
Carpaccio “Harry’s”, me contó su majestad al tiempo que preparándolo
sus manos iban y venían y se multiplicaban hacia todas direcciones, toma
prestado el nombre de la coctelería en la que fue concebido y parido,
un repugnante antro ubicado en la parte Este de Venecia donde la peor
clase de crápulas y turistas Yankees tenían a bien emborracharse noche
sí y noche también.
Tarde sí y tarde también.
Mañana sí y mañana también.
Siempre borrachos.
Como el urólogo.
Como mandan los cánones.
Fue
allí donde un avispado chef (cuyo nombre recordaba el sábado pero hoy
no) creó este mítico plato sobre la base de tres premisas: velocidad,
empaque y elegancia, y lo hizo con el fin de amortiguar las ostias que
el vodka y demás destilados inflingían a la chusma.
Y ahora lo bueno,
Tomad nota...
De nada...
Se
coloca en el horno una bandeja rectangular, una horita –media tapada
con papel de aluminio y media no-, con ajos sin pelar y pedazos más o
menos grandes de apio, bulbo de hinojo y manzana verde, bien regados con
aceite de oliva virgen y vinagre balsámico (el santo grial de los
cocineros), todo ello salpimentado al punto, ni que decir tiene. Hay que
ser generosos con los fluidos, ostiaaaaaaaaa¡¡¡
Aparte,
sobre la encimera, aleatoriamente desparramados, hay que yacer cachitos
de sal marina, pimienta negra, roja, rosa y blanca, hojuelas de orégano
y tomillo natural y un pelito de curry. Justo entonces, y previo
desollar el solomillo de cebón (cebón, nenes, y nenas, cebón, que la
ternera es para los maricones; como el cordero para los moracos) y
amalgamarlo a modo de tubo, me deleito viendo como esa especie de Tarzán
–por lo del taparrabos- envuelve con dulzura, y al mismo tiempo con
maña, la pieza de cebón (insisto: la ternera es para los maricones y las
feministas malfolladas, que son unas putas que no se depilan ni usan
champú) y consigue que su superficie se impregne de la esencia
mediterránea –sales y hierbas (lo sentimos, pero de eso no lo hay en el
interior de la península, juaaaaaaaaaa¡¡¡)-. Ras. Raaaaaaaaaaas¡¡¡
Pequeña sartén antiadherente, chorrito de aceite de oliva y un par de
vueltas al tubo de cebón. Sí, sé lo que estáis pensando...el Carpaccio
no se cocina, es crudo. Lo mismo pensé yo (en concreto, lo que pensé
fue: a este animal ya se le ha vuelto a ir la mano con el pegamento).
Pero no¡¡¡ Flish, flishhhhhhh¡¡¡ Apenas minuto y medio y ya está el
rollo de cebón (nada de ternera, ostiaaaaaa, hacedme caso) marcado en su
exterior. Dos milímetros de costra y crudo, crudísimo, en el interior. Y
de ahí, directamente, a la tabla de cortar. Un par de golpecitos sobre
el lomo –zas, zaaaaaaaas¡¡¡ como a la más vulgar de las jacas-, cuchillo
afiladísimo cortesía de Skoda y, fiu, fiuuuuuuuuuuu¡¡¡, sobre un plato
redondo y decorado con un estucado de colores, así de dentro hacia
fuera, tipo espiral, se esparcen los filetes del bicho.
Y ahora ven y mira, Tripi...
Sobre
la carne, una por una, se depositan los ajos, ya pelados, y las
porciones de apio, bulbo de hinojo y manzana horneadas...
buaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa¡¡¡ Mira...por dios, no me lo puedo creer¡¡¡
Míchel, el puto Míchel, se saca de no sé dónde (aunque lo imagino) un
pequeña varilla –tamaño bolígrafo, más o menos- de esas con aspas...
En la salsa...
clas-clas-clas, clas-clas-clas...
Emulsión. Ostia.
Emulsióoooooooon¡¡¡
Y,
una vez emulsionados, esos fluidos de la verdura, el aceite y el
vinagre balsámico, adquieren una textura cremosa a los que Weyssmüeller
(o como coño se escriba, ostia) hace gotear, o escarcia, sobre la carne.
Diossssssss¡¡¡
Espera, capullo, que esto aún no se ha acabado. Entonces va el muy perro a la nevera y trae unas fresas.
Diossssssssss¡¡¡
Las corta en laminillas y las echa por encima del Carpaccio.
Diossssssssss¡¡¡
Pero aún hay más, suelta. Pilla un limón y un rallador...
Diosssssssssss¡¡¡
y ralla la piel de medio limón sobre el mejunje. Remata la faena con un
puñado de hojas frescas de albahaca que acaban de aromatizar el plato.
Diossssssssssssss¡¡¡ menuda sinfonía.
Pienso en el urólogo, no sé porqué.
Y
ahora el catacroc, el big bang: Tarzán va y coloca la bandeja sobre la
mesa, se desabrocha y deja caer el delantal “Skoda Octavia” y nos arrea
media reverencia...
E voilà. Carpaccio al estilo “Harry’s”.
Ueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee¡¡¡
¿El Carpaccio es lo del plato o lo que te cuelga entre las piernas?
Ueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee¡¡¡
Gran ovación. Unanimidad.
Oye, Míchel, ¿sabes qué dice mi amigo el urólogo?
Cállate.
...
Y de segundo, risotto. Oh.
Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh¡¡¡
De gambas.
Ohhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh¡¡¡
Pero eso será la segunda parte de esta historia, porque ahora ya estoy hasta los huevos de escribir.
Una cosa más, Tripi. Digo yo que algo malo tendría la cena.
Sí.
¿Qué?
Bueno, yo puse la música...
¿Y?
Que el puto Míchel vejó y llamó “maricón pervetido y desviado” a Zacarías Ferreira.
¿Y éste pollo quién es?
El más grande bachatero de todos los tiempos.
Tampoco es para ponerse así.
Pues del cabreo, por poco no le echo la pota y le pongo el puto “Harry’s” por sombrero.
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