martes, 29 de marzo de 2016

LA MONSTRUACIÓN, DEL BLOG DE CABRÓNIDAS.

Martes, 29 De Marzo De 2016
Tiburcio, más conocido en el vecindario como "El cleptómano de las tres manos" debido a su insuperable eficacia a la hora del hurto, huía de dos policías locales que lo perseguían con la intención de apresarle, y de paso, recuperar sus motos. Probablemente, para otra persona que no fuera Tiburcio, tal situación representaría un problema, pero para Tiburcio, acostumbrado desde su díscola niñez a ese tipo de aprietos, aquello no era más que otra carrera en la que los agentes de la ley dejaban el aliento tras sus talones. Si bien como él, los agentes conocían el laberíntico entramado de las calles del pueblo, eran torpes y lentos debido a sus orondas anatomías. Mientras que Tiburcio, escurridizo como el mercurio, aumentaba la distancia entre ellos esquivando coches, fintando entre los transeúntes como una corriente de aire e improvisando inesperados sesgos en las esquinas. De tal modo que le dio tiempo a abrir con sus instrumentos de caco, una de las tapas de registro que daba acceso al alcantarillado y desaparecer de la vista de sus perseguidores descendiendo a la negrura del subsuelo.

Una vez colocó la tapa hasta eclipsar el día y bajar por la oxidada escalerilla de la cloaca hasta tocar el húmedo suelo, puso en modo linterna el móvil que le sustrajo a la alcaldesa hace dos días: un flamante Samsung Galaxy 7 que, al contrario de lo que hacía su antigua propietaria por el bien de la comunidad, ahora le iba a prestar a él un gran y necesario servicio. Su plan era permanecer en aquel mundo subterráneo el tiempo necesario para desanimar a sus uniformados captores que, al llegar a la calle donde se encontraba la tapa de la alcantarilla, estarían preguntándose dónde diantre se habría metido. Además, entre los de su gremio, Tiburcio era el que mejor conocía toda aquella intrincada infraestructura de largos túneles goteantes por los que discurrían sucias y apestosas aguas residuales. Y ahora que disponía de luz, podría moverse por aquel insalubre lugar como el topo en su madriguera. Con lo cual, y silbando un batiborrillo de sus bandas sonoras favoritas (Por un puñado de dólares, El robobo de la jojoya, El gran golpe y Ocean's eleven), inició su andar por uno de los túneles que estaba mejor iluminado de toda aquella red subyacente de hormigón.

Tiburcio caminaba con la única compañía de sus melódicos silbidos, por una de las dos estrechas aceras que flanqueaban el túnel por el que corría un fino hilo de agua. Del punto más alto de aquel sombrío pasaje semi circular, había colocados a intervalos de cuatro metros, una treintena de fluorescentes de los cuales nueve o diez repartidos en toda la longitud del mismo, despedían una luz moribunda que apenas penetraba aquella sima de oscuridad. El resto de tubos o estaban muertos o parpadeaban en una secuencia ilógica. Tiburcio conocía bien ese túnel. En el pasado y como ahora, lo había utilizado en varias ocasiones para burlar a la policía, además de que sabía que conducía a una espaciosa estancia circular —no mucho mejor iluminada que donde se encontraba ahora— en la que confluían tres conductos más. Así que decidió ir hacia allí, esperaría un rato prudencial y desandaría sus pasos para finalmente emerger al mundo exterior.

A mitad de trayecto, justo cuando pasaba bajo la luz desvaída de uno de los fluorescentes, se detuvo en seco y apagó la luz del móvil, con el convencimiento absoluto de haber sentido algo que procedía del final de la negrura del túnel. Tiburcio, proclive a la imaginación y la paranoia, se preguntó si no serían ciertas aquellas historias que de niño le narró la cascada voz de su abuelo a la luz de la lumbre, con la intención de disuadirlo de adentrarse en las alcantarillas. Hasta los últimos días de su niñez, se estuvo preguntado qué haría si alguna vez se encontraba frente a un cocodrilo de gran tamaño en algunas de sus incursiones a los sótanos de la civilización. Lanzó desde sus adentros, una pequeña maldición a la madre que parió a su abuelo y aguzó el oído. No era algo físico; se palpaba en la piel, en el estómago y en las yemas de los dedos. Era una especie de rumor quedo; un ronroneo amortiguado que fluctuaba entre el sonido cristalino de las incontables goteras y llegaba hasta él entre las largas telarañas haciéndolas oscilar como si fueran medusas bajo el agua.

Desde que nació, corría por las venas de Tiburcio el deseo perenne de la apropiación indebida y apenas tres o cuatro glóbulos de valentía. Pese a ser una carencia global, él la suplía ampliamente con una curiosidad atrevida y desde luego, fuera lo que fuera aquello, estaba seguro de que no era una criatura que algún desaprensivo hubiese tirado por el desagüe. De modo que contrajo el esfínter, respiro hondo, volvió a encender lo que era suyo por derecho propio, su Samsung Galaxy 7 en modo linterna, y resolvió encaminarse con sigilo hacia ese bisbiseo antinatural. Cuando ya había cubierto más de la mitad del trayecto, parte de su inquietud lo abandonó al percatarse de que aquel arrullo intranquilizador se trataba de una voz. Apagó el móvil y fue acercándose hasta llegar a la desembocadura del túnel, allí donde la luz vencía —por fin— a la oscuridad. Pese al alivio, Tiburcio optó por la prudencia y decidió escuchar sin asomar la cabeza, apoyándose de espaldas a la pared del conducto hasta el punto de mimetizarse con él. En efecto, era una voz; la inconfundible voz de un hombre cuyas palabras, aunque incompresibles para él, resultaban intimidantes por la devoción con que eran pronunciadas. La voz declamaba con un apasionamiento apenas contenido y una evidente idolatría desquiciada, como si cada palabra contuviera en sí misma una siniestra profecía.

—Al octavo día, el Innombrable vulneró los edictos hieráticos del Hacedor y convino con los irredentos mortales escribir su propia historia. A obscenos lengüetazos de fuego, engendró del más rusiente de los avernos a la criatura más portentosa e incombustible que habría de enaltecer los corazones de los blasfemos y herejes que infestan el mundo. La bestia retornaría cíclicamente con denuedo arrollador y furia desacostumbrada, allá donde millones de gargantas paganas claman su nombre con una sola voz retumbante...

Tiburcio pensó que aquella voz era la de un tipo seriamente trastornado, pero no lo suficientemente trastornado como para hablarle a la nada. De modo que para confirmar sus crecientes sospechas, Tiburcio se atrevió a mirar asomando la parte más imprescindible de la cabeza para ello, y contuvo un respingo. En efecto, allí donde otras veces en el pasado nunca hubo ni un alma, había ahora a pocos metros de él, una cincuentena de personas entre hombres, mujeres y niños. Aquella numerosa congregación de silenciosos oyentes, mantenían el mentón ligeramente alzado en idéntico ángulo, dirigiendo sus atentas miradas a una esquelética figura trajeada con negros ropajes y de altura extraordinaria que, desde su posición elevada, parecía hipnotizar con su oscura homilía a todo aquel que escuchara. De su cuello colgaba un pequeño crucifijo invertido que humeaba al tiempo que articulaba las palabras, acompañadas de pequeños salivazos ensangrentados.

—Y para desdicha de dogmáticos, creyentes y defensores de la fe, esparciría como un terrible virus su oscura letanía conquistando fronteras y anegando los más recónditos e infrecuentes confines. El tiempo no se detiene y el templo de los infieles está dispuesto para abrir sus puertas y amparar a los que hoy optan carearse con el monstruo. Los cañones tronarán estentóreos; las abyectas alimañas de la madre Tierra se removerán en sus malolientes escondrijos y...

El oscuro orador enmudeció de súbito, pues de súbito aquella cincuentena de almas que le escuchaban abstraídas, dejaron de hacerlo ofreciéndole la espalda y señalando como un solo ente devoto en dirección a Tiburcio. Este avanzó con pasos dubitativos hasta colocarse en medio de la boca del túnel, completamente a la vista. Se preguntó cómo lo habrían descubierto, pero al segundo siguiente pensó que si escuchaban sin estremecerse a un hombre fantasmagórico que escupía sangre y llevaba colgado un crucifijo humeante, podrían descubrir cualquier cosa. Aquel grupo de hombres, mujeres y niños, posaban sobre Tiburcio sus inexpresivas miradas, señalándole con el índice. De igual forma y en un punto más elevado, el Orador Oscuro hacía lo propio. A través del humo que emanaba del crucifijo que adornaba su cuello, Tiburcio vislumbró sus labios ensangrentados. No podía apartar la mirada de todos ellos, y ellos lo miraban ojerosos, sin parpadear, sin que sus brazos extendidos oscilasen lo más mínimo, como si pudieran pasarse toda la eternidad en esa actitud condenatoria. Los ojos de aquellos extraños pesaban sobre Tiburcio como si quisieran doblegar su espíritu. Casi sin darse cuenta, se arrodillaba lentamente en aquel lugar profanado, y creyendo que sería incapaz de soportar por más tiempo aquel silencio opresivo, exclamó:

—¡Pero qué hacedó, qué blafemo ni que ná! ¡Zoy Tiburcio, "Er clétomano de la tre mano", y no tengo na mejó que hacé que robá juego de la play estachon en El Corte Inglé! ¡Azí que ala, me vuelvo pa Graná! ¡Que su den por culo a to!

Y en un vigoroso y adrenalínico arrebato de fuerza, Tiburcio se irguió cuan alto era, giró sobre sus talones, encendió su Samsung Galaxy 7 en modo linterna, y como el silbido de una bala (o alma que lleva el diablo, pensaría en los días siguientes), escapó de allí por donde había venido. Intentado, en el proceso, quitarse el miedo de encima y pidiendo perdón a no sabía muy bien quién, por haber maldecido a la madre de su abuelo. Y es que puestos a elegir, hubiera preferido Tiburcio en aquel brete tan singular, carearse con un caimán hambriento.




Regurgitado Por Cabronidas @ 17:04

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