lunes, 12 de enero de 2015

LA MONSTRUACIÓN

LUNES, 12 DE ENERO DE 2015
Igual que la masa bloguera, yo también os ofrezco una lista de los libros que leí el año pasado, aunque no os importe ni siquiera cuatro montones de malolientes heces. De tal modo y aunque no lo necesitéis, ya tenéis un motivo para hermanarme con toda esa multitud galáctica de fatuos y mequetrefes que enumeran lo propio.


En enero, siempre prefiero empezar por las lecturas de narrativa enciclopédica y densa, y dejar las sencillas y asequibles para los meses finales del año. Así que me atreví a leer (y con éxito) El libro gordo de Petete. Como ya es sabido, Petete es un ilustre pingüino que practicó la docencia televisiva en apariciones de uno y dos minutos. Nadie, en tan breve espacio de tiempo, enseñó tanto. Sus eruditas enseñanzas fueron recopiladas en un solo tomo de incalculable valor, que ahora descansa como reliquia de coleccionista en mi diversa y vasta biblioteca.


Enero fue un mes duro de dura y complicada lectura. Así que necesitaba vivir febrero, inmerso en prosas simples, lineales y poco creativas. Tanto es así, que me decidí por una tal Lucía Etxeberría. Y llegados a este punto, nada más pienso decir de tan vil plagiadora.


Empecé marzo casi al borde de la locura y aun sin ser decadente, solo atisbaba el suicidio como única solución. Y no es de extrañar si uno osa leer más de la mitad de la insufrible obra de la plagiadora antes mencionada. Solo os detallaré que mi cerebro involucionó a un estado primitivo, casi uterino. Necesitaba con urgencia colmarme de historias sanadoras y reconstituyentes, que fueran capaces de descontaminar mi mente y conducirla a la normalidad. Contra todo pronóstico, mi profunda locura y cierta predisposición académica, me empujaron a leer el DRAE en su totalidad. En contra de lo que podáis pensar, eso propició la pronta recuperación de mi sesera retornándome a una conducta humana civilizada.


Con la recuperación total de mi dolencia mental, llegó abril y decidí que iba a ser el mes en el cual me empaparía de las grandes obras. Ya me entendéis: literatura inmortal ante el ineluctable paso del tiempo. Desbordante riqueza narrativa de genios adelantados a su tiempo. Joyas lingüísticas de suprema belleza donde cada frase, cada párrafo, cada página, es una enseñanza al hombre, a la humanidad... Dicho de otra manera, pues me embarga la emoción y debo aquí detenerme, leí Kamasutra sin límites de Beatriz Trapote, Ambiciones y reflexiones de Belén Esteban, y Lo que me sale del bolo de Mercedes Milá.

Mayo fue incluso pero que marzo. De hecho, fue un infierno peor que el de Dante y no hace falta explicar por qué. No enloquecí, o acaso me acometió una locura diferente a la citada con anterioridad, pues desarrollé una adicción enfermiza por los deportes de riesgo. En concreto, el que más practiqué durante todo aquel mes demencial, en barrios marginales del extrarradio y en edificaciones abandonadas, fue el de la ruleta rusa con balas de verdad. Podría aquí explayarme en una delirante redacción sobre el karma, el yin y el yang, la mala y la buena suerte, pero baste decir que estoy, sorprendentemente, vivo.


Empecé a pensar que tentar a la suerte más allá de un atrevimiento inconsciente, era, como poco, desafiar a los mismísimos dioses. Quizá fueron ellos los que evitaron que un tercer ojo se abriera en mi sien y por consiguiente, hallara la liberación ante tanto dolor y sufrimiento. No dudo de que me castigaron por mostrar semejante irrespeto por mi propia vida. Y menudo castigo, pues no satisfechos con eso, causaron en mí la necesidad de leer durante junio y julio, todos los prospectos de los numerosos medicamentos que atiborraban las estanterías de los lavabos de amigos y familiares. Aprendí la lección de las deidades, pues no es casualidad que me hicieran leer, precisamente, cómo deben administrarse los fármacos que, por supuesto, fueron concebidos para combatir y paliar los síntomas de aquellas enfermedades que, en mayor o menor grado, atentan contra nuestro bienestar corporal y nuestra vida. En fin, la vida es valiosa (y bella, como nos enseñó Benigni). Aprendí la lección y sacrifiqué, como muestra de gratitud a los Hacedores, un carnero en un lugar alejado de la civilización.

Todavía resonaban los agudos estertores del carnero en mi mente, cuando agosto hizo su entrada. Yo ya estaba recuperado y con la firme convicción de elegir bien mis lecturas o, en todo caso, controlar mis ansias de leerlo todo y canalizarlas en elecciones más acertadas para con mi salud. Sin embargo, agosto fue un mes de varios conciertos intensos y mayores desfases, y la lectura quedó relegada para tiempos posteriores.


Como acostumbra, septiembre irrumpió caluroso, trayendo consigo el hambre de devorar nuevos libros. Pero no podía precipitarme, pues sois pacientes conocedores de que fui víctima de mi ímpetu lector, creyendo que era inmune a según qué insalubres y horripilantes engendros que jamás debieron ser publicados. En verdad, padecí lo indecible y no podía errar, o de lo contrario, la guadaña de la muerte me encontraría ante un tercer embate de disgusto y aversión. Pero, ¡oh!, queridos amigos y deseadas mujeres, desatad el nudo de vuestras gargantas, pues creí nacer de nuevo e incluso agigantar mi alma, cuando mis ojos se posaron en las letras largamente silenciadas de Bakunin, Bellegarrigue y Rafael Barrett. Nunca es tarde, y la educación libertaria repta de las profundidades a donde fue relegada, para emerger ante aquellos que la quieran encontrar.

Llegó octubre y con él, el principio tímido del otoño y su beneficiosa pluviosidad. Aún hervían las voces de los anarquistas en mi interior, y quizás por eso me encontraba en un estado superlativo próximo al de los sabios atemporales, pero, obviamente, sin el respeto de estos. En cualquier caso, la música es otra de mis pasiones; no como ejecutor pero sí como receptor. Y descubrí, en mis repetitivos buceos por la red metalera, una banda llamada Anaal Nakthrakh. Entonces, no pude más que escuchar cual melómano entusiasmado durante todo aquel mes, canción a canción, disco a disco, la caótica, impactante y deliciosamente extrema, música de este gran grupo.

Octubre desapareció del almanaque lo mismo que las prendas de manga corta. Noviembre llegó con el amarillo marchito de las hojas arbóreas, y en mí floreció la hambruna de alimentarme de nuevas historias. Pero ocurrió algo inesperado. Yo todavía estaba bajo el influjo de la atronadora música de Anaal Nakthrakh. De hecho, era como estar en un mundo indescriptible de paranoias universales y magia negra. Y aunque me gusta el negro, acabé leyendo Aprenda usted magia, del entrañable, cachondo, e imaginario maestro violinista, Juan Tamariz.


Diciembre hizo su especial aparición, como siempre, en un preludio de reinicios, cambios e ilusionantes promesas. Anhelos que acababan muriendo a los pocos días o semanas, por falta de amor propio, de verdadera convicción y voluntad. En cuanto a mí, el último libro que leí el año pasado, es el mismo que encontraron aquellos pobres, ignorantes y desdichados jovenzuelos en los sótanos de aquella desastrada cabaña en medio del bosque. Ninguna fuerza infernal me poseyó al recitar en voz alta los ritos arcanos de sus primeras páginas. Tampoco cuando lo finalicé. Pero sí, El Necronomicón, que fue escrito por el árabe loco Abdul Alhazred y que ahora se encuentra en mi poder al lado de un usado libro de recetas de cocina, es el libro que leí.


¡Ya he hecho como otros en la blogosfera! ¡Mostrando la calidad de mis lecturas y lo mucho que leo! ¡Qué guay! ¡Cómo mola!




Regurgitado por Cabronidas

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