domingo, 18 de enero de 2015

LA MALQUERIDA


La Güera Rosalba

(Cuento de viernes para sábado)

Le voy a contar a usted que con tanta atención me escucha. Póngase listo, no pierda detalle, no me gusta repetir las cosas. Ni que fuera telenovela o plato de buffet. ¡Ah quiero comer!
Mire, primero lo primero. Me llamo Rosalba pero me llaman por mal nombre La Güera por obvias razones.
Cuando llegamos a esta casa mi familia y yo nos instalamos detrás de la alacena grande. Ahí hay mucho espacio, entra poca luz y estábamos cerca de la comida. Era un sitio idóneo para vivir sin sobresaltos.
El lugar era muy limpio. A decir verdad nos costaba trabajo encontrar comida pero siempre hallábamos algunas migajas por ahí, restos de comida en el fregadero o ya de perdida croquetas de perro cerca de la puerta de la cocina donde vivíamos.
Croquetas nunca faltaban porque como en la casa por lo que pude ver hay dos bichos de esos que se la pasan ladrando a un tipo peludo allá fuera. 

Mi familia era muy unida. Mis padres y mis quince hermanos salían todas las noches a buscar alimento. Yo como era la más pequeña me quedaba a rascarme la panza y limpiar mis antenas. Me gustaba tenerlas relucientes. El sello personal de La Güera Rosalba sus antenas largas y sinuosas.

Algunas veces cuando estaba aburrida solía asomarme por lo alto de la alacena. La vista era magnífica. Podía ver la gran mesa donde en ocasiones algunos de mis hermanos -los más atrevidos- subían a saborear restos de comida pero tenían que andar con mucho cuidado porque por lo general siempre había alguien trajinando cerca. No hay que arriesgarse, decía papá. Está buena la comida pero ninguna vale más que la vida.

El banquete duraba poco pero valía la pena.
Yo nunca pude saborear esos manjares, me daba mucho miedo que alguien me atrapara y acabara aplastada por la suela de un zapato o envenenada por algún rocío mortal usado frecuentemente para exterminarnos.

Durante algún tiempo nadie reparó en nosotros. Teníamos cuidado de no salir en el día y yo no me asomaba para nada mientras hubiese luz de sol. En la noche comenzaba la vida cotidiana.

Mire usted, ya le digo, todo pasó como ocurren las desgracias. 

Un día a mis padres se les ocurrió salir a saborear algunas cuantas nueces caídas del frasco con tapa medio rota de la esquina y que nadie se ocupó en recoger.
Podría decir que las nueces fueron la causa de la desaparición de toda mi familia.

Vea porque se lo digo:

Mi padres vieron cuando las nueces se cayeron. Como si algo los hubiera conectado se miraron a los ojos saliendo disparados casi al instante. Mis hermanos corrieron tras ellos. No había nadie cerca. No había peligro.
Yo como estaba rascándome la panza nomás vi pero me quedé en mi sitio. Ellos se encargarían de traerme algunos trocitos.
De pronto se oyó un ruido tan agudo que por poquito mis antenas de salen de su sitio. ¡Me quedé sorda! Mi familia para ese entonces había arrasado con las nueces. Tenían la panza llena, no se podían mover. 
Cuando escucharon el ruido que no fue otra cosa que un grito de mujer, no pudieron reaccionar. Querían correr pero la panza llena no los dejaba. Indefensos quedaron ante un potente atomizador con el que comenzaron a ser rociados sin misericordia. El día del juicio final había llegado.

Para ese entonces yo ya me había refugiado en un recoveco que había entre un frasco y la parte alta de la alacena.. Nadie me vería y yo podía ver todo lo que sucedía abajo.
Uno a uno fueron cayendo los miembros de mi querida familia. La desesperación se apoderaba de mi. La impotencia de no poder hacer nada me tenía inmovilizada. Empecé a llorar. No podía estar pasando eso. De tantas lágrimas que vertí pude haberme ahogado en el charco que se formó a mis patas.

Desconsolada me hice un ovillo mientras seguía llorando sin parar.

Pasado el tiempo, cuando me atreví a salir ya no había nadie. Ni padres, ni hermanos, nada quedó. Todo estaba muy limpio. Ni rastros de la masacre familiar. Frascos herméticamente sellados. Cajas cerradas. La hambruna en ciernes ante mis ojos.

Adelgacé mucho. No comí durante bastante tiempo. Sólo quería morir e irme al cielo de las cucarachas con mis padres y hermanos.

Transcurrido un tiempo en el que me fui reponiendo de a poquito como si me interesara seguir, respiraba recuerdos de mis muertos.
Casi no tenía qué comer pero estaba acostumbrada. La falta de alimentos era normal así que no pasó nada. Siempre fui delgada. Me río de la delgadez de mis patas y mi cuerpo. Me río de la risa que me da reírme tanto.

Desde que mi familia murió, no había vuelto a asomarme desde lo alto de la alacena. Era tiempo de volver a disfrutar el paisaje.
Esperé tranquilamente a que llegara la noche. Cuando hubo estado todo oscuro asomé primero una antena, después otra, luego la cabeza. Por último saqué medio cuerpo al vacío. No lo hubiera hecho. Sin saber cómo, se encendió una luz. No tuve tiempo de echarme para atrás. Lo intenté pero estas estúpidas antenas largas y sinuosas no las pude ocultar. Estaba perdida. 
Como pude corrí a esconderme a mi refugio pero esta vez no me salvaría. Alguien quitó el frasco dejando al descubierto todo mi cuerpo. ¿Quién osa entregarme en ayunas?

Supe que era el fin. Junté mis patitas y me puse a rezar. Entonces lo sentí. Un rocío fresco de olor extraño empezó a caer en mi cuerpo. Sentía como viajaba en mi interior paralizándome. Ahogándome por dentro con ese líquido infernal.  Me quedé quieta, quietita como quien ve llover. 

Mire usted, le voy a contar. Yo no estaba triste porque iba a morir, al contrario, estaba feliz. Me reencontraría con mi familia. No tenía miedo. El cielo de las cucarachas esperaba por mi. Por la Güera Rosalba como malamente me llamaron en esta vida mía en la que tempranamente la soledad se adueñó de mi ser. 

La casa quedó muy limpia, fumigada, sin ningún bicho nocivo dentro. Pero ¿sabe? nunca nadie sabrá lo felices que fuimos aquí porque a nadie le importa nada de las cucarachas más que cómo exterminarnos. Tan bonito que es vivir.

¿O no?








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