lunes, 20 de enero de 2014

POBRECITO HABLADOR DEL SIGLO XXI.

JUEVES, 16 DE ENERO DE 2014

Carta abierta a Iñaki Uriarte



La primera decisión que tengo que tomar al escribir esta carta es  al respecto  de la conveniencia   de utilizar el tuteo o, por el contrario,  mantener la  distancia y  ejercer un respeto apriorístico hacia mis mayores. Resuelvo la duda pronto: Iñaki, si no te importa, voy a tutearte. La razón reside en tus “Diarios”. Me han acercado  a ti de tal manera que no podría verte sino como alguien muy próximo, como ese amigo con el que uno se puede tomar unas cañas  de vez en cuando, charlando de lo que sea, de la Real,  del nacionalismo, de libros, de filosofía,  de gatos o de Borges… Yo no aguanto a Borges, qué le vamos a hacer, pero tomando unas cañas contigo probablemente acabe por entender algo de lo que escribió después de su famoso y no menos sospechoso  golpe en la cabeza. Los gatos tampoco me gustan. Como podrás comprender, el hecho de que el tuyo  se llame Borges me lo pone todavía más difícil: nunca le haría daño a un gato, ni a ningún otro animal, pero los bichos y yo  no nos llevamos nada bien. 

Ya ves  que la cosa no podía empezar peor.  Creo que, a pesar de mi predisposición positiva, lo nuestro no tiene futuro. Podría  convencerte sobre la bondad de mis intenciones  si te dijese que he leído a Montaigne, algo, un poco,  y que me parece un tipo de mucho sentido común, un excelente maestro para caminar por la vida. También estaríamos muy de acuerdo sobre una de las ideas que más se repiten en  los dos volúmenes sobre tus andanzas: que trabaje Rita, o San Pedro, o el cabo furriel; que trabaje quienes nos dicen que el trabajo dignifica; que trabaje el que quiera trabajar; que continúen animando al personal  a ser algo en la vida, a ser competitivos, a ser mejores que el vecino para acaparar más oportunidades, más recursos… pero a los que no queremos, que nos dejen en paz. “Trabajar es como estar enfermo. En cuanto se te pasa te pones contento” […] Sin embargo  “ no  seas perezoso. Algo hay de bueno en el consejo. La actividad es a veces  un lenitivo para el dolor. Como una aspirina. Pero en esa recomendación hay sobre todo un imperativo: domestícate”:  ¡Sí señor! ¡Alguien lo tenía que decir!.

Debo confesar que me produces una envidia casi malsana que se aproxima peligrosamente a lo patológico. Tanto es así que a veces he levantado la vista del libro, he respirado hondo  y  he pensado, “¡Joder! Pues claro, viniendo de donde viene se lo puede permitir; no como yo, que tengo que cumplir con mi jornada laboral diaria igual que todo hijo de vecino”. Pero luego me atempero, y antes de recuperar el hilo de tus palabras convengo con mi conciencia en que si yo me hubiese encontrado  en tu misma situación hubiese hecho algo parecido. ¡A qué lamentarme!. Mis orígenes son obreros  y siempre he oído a mis mayores que nadie se hace rico trabajando. De modo que no me ha tocado otra que dar el callo para hacer bueno el corrido: “Mi padre fue peón de hacienda y yo un revolucionario, mis hijos tuvieron tierra y mi nieto es funcionario” Ése, el último de la saga, el nieto, soy yo.  Y como tú, me he plantado.  Yo tampoco tendré descendencia. En mi caso, descendencia proletaria.
 
Y es que,  según cuentas en las entradas correspondientes a 2007 (segundo volumen), tus orígenes familiares son de lo más atractivo. A mí me parecen fascinantes:  Sobrino nieto de los fundadores de la Universidad de Deusto, “La Comercial”. ¡Ahí es nada!. Uno de los centros de formación de la elites de este país. Además de licenciarte allí mismo para no ejercer jamás,  te permites el lujo de escribir que “la esencia del pensamiento conservador es creer en las élites, creer que hay personas mejores que otras y que se merecen más. Y lo que suele ser risible: creer que  tu eres una de ellas”. No está nada mal para alguien al que educaron para pensar y provocar todo lo contrario. Lo bueno es que  creo en tus palabras, porque si algo hay en tus diarios es sinceridad. Por eso no puedo dejar de pensar en ellos una semana después de haber terminado su lectura. 

Porque, Iñaki, a las pocas páginas del primero de tus libros yo me olvidé hasta del suelo que pisaba. Si por algún motivo banal me veía obligado a dejar de leer, respondía de malos modos.    Te puedo asegurar que durante los dos días de lectura  he estado ausente. No me ocurre a menudo. Me tengo como un lector prolífico y pocas veces, contadas veces,  he experimentado lo que con “Diarios”.  Mi pensamiento levitaba sobre tu narración. Era como flotar sobre una especie de nube de humo, el mismo humo que aparece en la portada,  que se ha ido  formando  calada tras calada del  mismo cigarrillo que tú fumas,   y  que se mantenía  en el aire como si fuera  un  retal  vaporoso   sobre el que vas presentándonos, de un modo aparentemente espontáneo -exento de afectación-  algunas de las vicisitudes de tu vida, a las personas que la han jalonado, María -tu María, siempre presente-; pensamientos y reflexiones cargados de inteligencia y de ironía, encuentros y desencuentros con amigos y no tan amigos, opiniones al respecto de la actualidad política, personajes de cierta celebridad:  tus  dos maestros, Borges y Montaigne; y  también Savater, Atxaga,  Juaristi, Vila-Matas… y un número indeterminado de X  anónimas que alientan la vertiente más cotilla de mi curiosidad y al mismo tiempo cierta frustración, por ser incapaz de  identificar a alguno de los personajes de los que desvelas jugosas anécdotas y confesiones sorprendentes. 

Mientras leía tus “Diarios”, mi amor -la mujer con la que vivo desde hace más de un cuarto de siglo- me ha llegado a preguntar si me pasaba algo, y le he tenido que jurar y perjurar que “no es nada, cielo,  solamente son los Diarios de Iñaki Uriarte, que me tienen absorto”. Ante mi respuesta un tanto dispersa, y muy parecida a un quite en los medios sin viento en la plaza, esbozó ese ademán de incredulidad -exclusivamente femenino-  cuando no acaba de fiarse de lo que le digo, de manera que tuve que ampliarle los argumentos. Le tuve que decir, con el gesto más creíble de que fui capaz que, sin saber cómo, leyéndote, me he encontrado pensando honda y profundamente sobre las cuestiones esenciales de la vida. Por mucho que me esfuerzo no logro recordar un  libro, de los miles que he leído, que haya sido capaz de producirme una necesidad imperiosa, casi agobiante, de hacerme preguntas tan  comprometedoras para conmigo mismo como tus “Diarios”.  Quizá me ocurre como a ti. “Para asustarme de mi ignorancia no tengo más que echar un vistazo a mi biblioteca. Miles de libros leídos de los que no recuerdo nada”. 

Ahora mismo, si estás leyendo esta carta, estarás pensando que lo mejor que puedo hacer es dejar de fumar droga, o moderar el consumo de alcohol. Yo también. Porque me resulta  mágico que ante tanta sencillez, ante una narración personal , liberada de imposturas estilísticas, de retórica, que describe una supuesta sucesión elemental  de acontecimientos más o menos íntimos o personales, yo pueda  llegar a elucubrar sobre las cuestiones más trascendentales como jamás ningún filósofo, intelectual de postín o equivalente  haya  propiciado en un servidor. Por eso creo, querido Iñaki -como ves, ya empiezo a ponerme cariñoso-  creo que tu obra no es fruto de un par de sentadas, o del disfrute de tu holganza, de  tu bendita y envidiable  indolencia diletante. En mi humilde opinión, “Diarios” es una obra de alta literatura, mal que te pese, porque has trabajado para que así sea.  He leído alguna entrevista de las que te han hecho y cuentas que, para ti, escribir es como limpiar un cristal. Esa es una imagen que me gusta. Como sabes bien –porque habrás visto a alguien hacerlo- para esa tarea se necesita una constancia esforzada, casi mecánica  y, a ser por posible,  poca luz,  la justa, la que  pervive durante  muy poco espacio de tiempo en la sombra de la tarde, la claridad efímera que  matiza las formas  y facilita la identificación de los  defectos.

Tu editorial “Pepitas de Calabaza” -”la editorial que tiene menos proyección que un Cinexín”- ha  escogido como reclamo en la contracubierta  tu referencia a una frase de  Josep Pla. De hecho tú mismo inicias los “Diarios” con ese consejo, quizá como declaración de intenciones  y aviso a navegantes. Sin embargo, para definir tu libro y tu modo de enfrentarte a tu propia vida, yo prefiero lo que dice  Nietzsche, y que consignas inmediatamente después: “Se aprende antes a escribir con grandilocuencia que con sencillez.  Ello incumbe a la moral”. Porque tú no solamente  cuentas, narras o relatas. Tus cuentos, tus vicisitudes, las escenas de tu vida que describes, están dispuestas de tal manera que iban tejiendo  en éste lector que te escribe una colcha  afectiva y al mismo tiempo ética y moral bajo la cual se sentía  reconfortado, en paz, como si lejos, allí  en el norte,  en la distancia, sin necesidad de verle, oírle o tocarle, pudiese siempre contar con la guía de un sabio que ha aprovechado bien, pero que muy bien, las facilidades que le ha otorgado la vida para pensar con calma y tranquilidad, sin las urgencias ni los condicionantes  a los que la gran mayoría estamos sometidos.

Ya acabo. Con un reproche, o mejor, un desacuerdo.  No se trata del gato, ni de Borges, ni siquiera de que no te guste “El bucle melancólico”.  Se trata de ¡Benidorm! ¡Por Dios santo! Mira que hay lugares en la costa en los que pasar las horas y las horas  a gusto, entre gente alegre, abandonada al disfrute del sol, del mar y de las cosas buenas de la vida, como a ti te gusta… A ti no solamente se te ocurre pasar allí muchos días,  sino que además vas y los disfrutas como si estuvieras en el paraíso y, para colmo, le compones a la ciudad una especie de oda para regocijo de los amantes del hormigón playero y del tumulto  veraniego.

En fin, Iñaki,  que en Benidorm no nos vamos a ver y que espero, expectante,  saber lo que ha sido de tu vida desde 2007 hasta ahora (también en “Pepitas de Calabaza”, supongo). Donde sí nos podríamos ver  sería en un bar, en el que más te guste, para tomarnos unas Coca-Colas  (me sacrificaré). De ese modo  haremos  buena la frase de Johnson, que nos regalas en tus “Diarios”: “Nada ha inventado el hombre que haya proporcionado a la humanidad tanta cantidad de alegrías como las tabernas”.

Un abrazo

PD:  Entre  todas las fotos que he encontrado en Internet para ilustrar esta carta, buscaba alguna  en la que se distinguiese ese aire árabe-sudamericano que dices tener, pero yo no lo veo por ningún lado. Me pareces el típico vasco nacido  en New York que ha “estado en la cárcel, ha hecho una huelga de hambre, ha sufrido un divorcio, ha asistido a un moribundo”. El típico vasco nacido en New York que “una vez fabricó una bomba, negoció con drogas, le dejó su mujer, dejó a otra […] , que fue amigo de alguien que murió asesinado y fue enterrado por los asesinos en su propio jardín.” El típico vasco nacido en New York que “conoce a un hombre que mata a otro hombre, y a uno que se ahorcó”.[…].  En definitiva, eres la viva imagen del típico vasco nacido en New York que” ha llevado, en general, una vida muy tranquila, pacífica, sin grandes sobresaltos”. La foto lo atestigua. 

JUEVES, 9 DE ENERO DE 2014

Arquitectura del porvenir


Hace 26 años que vivo frente a un colegio. Las ventanas de mi vivienda no distan  más  de  20 metros de las aulas.  Esto no tendría  nada de particular si no fuese porque el edificio escolar fue construido en el año 1935 y porque fue diseñado por el arquitecto Josep Lluis Sert. Era el modelo con el que se debían haber construido todos los colegios de  la II República española bajo las prescripciones del grupo  GATCPAC (Grup d’Arquitectes i Tècnics Catalans per al Progrès de la Cultura Contemporània), que fue fundado y liderado por el mismo Sert.
El colegio debió de ser en su día revolucionario. Cualquiera que lo vea hoy  por primera vez, libre de los adornos infantiles que han colocado los maestros sobre los amplios ventanales,  tendría serias dificultades en asignarle una función y, del mismo modo, me atrevería a asegurar que muy pocas personas  creerían  que en  apenas 20 años el edificio cumplirá el siglo de vida.
No tengo ni idea de arquitectura. Por eso,  para poder decir algo más sobre esta  escuela,  no me queda más remedio que utilizar un lugar común: aquello tan socorrido de “el edificio está tan integrado en el entorno, que pasa totalmente desapercibido”. Pero es que es así.  El colegio consta de  una única nave en planta baja  que se alarga en paralelo unos 50 metros a lo largo de la calle arbolada. Es tan poca cosa, tan discreto, ágil y diáfano, que da la sensación de haber surgido tímidamente desde la tierra, casi pidiendo permiso, como si fuese el resultado  de una modesta germinación  ocurrida en el tiempo en que todo estaba por hacer. Parece estar  ahí desde antes que urbanizaran la calle, desde  antes de que plantasen los plataneros que le observan; antes incluso de que el mismo pueblo donde ejerce se constituyese como tal.
Y es que la fachada prácticamente no contiene ladrillo, hormigón o cualquier otro material de construcción; únicamente lo  justo y necesario para separar y acoger seis grandes ventanales que, debido a  alguna  decisión relacionada con un estúpido sentido de la intimidad, del pudor, o vete tú a saber qué otras razones, los responsables del centro han optado por tintarlos de blanco convirtiéndolos así  en telones opacos, en una especie de  biombos hospitalarios. Ese afán casi enfermizo e incomprensible  por la opacidad, por separar la escuela de la vida que transcurre en la calle, y por el escamoteo de lo que pasa día a día dentro de una escuela,  impiden la entrada de luz y, sobre todo, imposibilita  que los transeúntes puedan ver una de las imágenes más edificantes, sanas y esperanzadoras: el pasillo de un colegio de enseñanza primaria, el espacio vivo  donde maestros y niños comparten el trayecto sobre el que discurren sus pasos.
Las escuelas viejas -que así las llama injustamente  todo el mundo, como si las otras que existen en el pueblo  fuesen nuevas debido al hecho de haber sido construidas años más tarde; como si lo nuevo y lo viejo tuviese que tener algo que ver con el tiempo, con el paso de los años o con los números-  también  sorprenden en su parte posterior. El diseño y la disposición de los espacios son, nuevamente, otro acierto revolucionario, muy en la línea de acción transformadora de la II República española  y, me atrevería a decir, de los preceptos de la olvidada Institución Libre de Enseñanza. Cada aula está conectada directamente con el exterior, con el patio,  a través de otros tantos ventanales  que hacen las veces de portal  hacia el aire y hacia la luz, de manera que  la clase está permanentemente iluminada y ventilada naturalmente. El patio, además,  triplica con creces la superficie edificada, con lo cual los niños disponen de un amplio territorio de esparcimiento. Todo en este colegio republicano  está pensado en función de las necesidades de un niño para ofrecerle  el entorno más adecuado en el que formarse.
Esta descripción un tanto  insustancial se me viene a la cabeza viendo llover. Es tarde invernal de domingo, y cae el agua despacio, suavemente, igual que en el Norte. Estaba leyendo. Me he levantado del sillón para poner un poco de música y para descasar la vista. Canta (o  más bien recita) Leonard Cohen. Aparto levemente la cortina. Las gotas minúsculas rebotan sobre el asfalto; son pequeños puntos de luz que en lugar de caer del cielo surgen del interior de las farolas, precipitándose  como si fuesen polillas que se disuelven al tocar el suelo. Más allá de la pantalla luminiscente que forma la  lluvia, a un paso, respira el colegio, arropado tras las ramas desnudas de los árboles, que actúan  como manos delante de la cara cuando queremos  evitar  ser reconocidos. Los haces de luz de los pocos vehículos que circulan  se proyectan sobre los ventanales opacos y sobre las paredes breves, desvelando intermitentemente su existencia. Ausente y vacía,  tal vez aburrida sin la algarabía con que discurren los días de clase, parece como si  en  este domingo lánguido y húmedo de invierno la escuela vieja  propusiese a  la noche el juego infantil del escondite.
De hecho, parece que alguien ha escuchado mi sugerencia porque ahora  mismo acabo de descubrir un grupo de sombras moviéndose. Son cinco figuras humanas, cuatro sentadas y una de pie.  Se han refugiado bajo el voladizo del colegio y apoyan sus cuerpos sobre los ventanales. Son cinco adolescentes risueños. Mal camuflado como estoy tras las cortinas de la ventana,  deben estar especulando sobre mi naturaleza: “Un fantasma, un espectro,  la vieja del visillo, algún viejo chiflado que, aburrido de ver la  tele, se ha puesto a fisgonear  y que probablemente se apresurará  a llamar por teléfono a los guardias urbanos al vernos sin más ocupación que permanecer sentados, apoyados sobre las cristaleras de la escuela mientras wasapeamos velozmente con los pulgares  y reímos descuidados antes de cometer una gamberrada.”
Estos chicos seguramente estudian en el Instituto. Me pregunto, ahora que les veo mirar de nuevo hacia mí, ahora que vuelven a reírse a carcajadas, divertidos y despreocupados,  si serán ex alumnos del colegio, si serán  un grupo de  nostálgicos precoces que,  de modo inconsciente,  han decidido buscar abrigo en el lugar donde probablemente fueron más felices de lo que lo son ahora, agobiados y angustiados en el presente que viven, hartos de escuchar en sus casas y de boca de sus profesores   la letanía del trabajo, del futuro y del dinero.  Porque, aunque ya no me miran, ahí siguen. Continúan charlando  tranquilamente de sus cosas, seguramente intrascendencias, algún chiste malo, confidencias de poca monta, minutos y minutos de palabras ante la lluvia suave de invierno con las que se sienten iguales, cómplices, libres de cualquier responsabilidad que no sea la de la lealtad recíproca, la voluntad inquebrantable de una amistad que no romperán por nada del mundo mientras yo, en mi casa, me dejo llevar por la voz profunda de Leonard Cohen que columpia mis pensamientos y hace volar mi imaginación ante el espacio vivo  en el que estos muchachos han vuelto para resguardarse de su destino y quién sabe si para solicitarle a la noche, a la lluvia, o a las sombras que les protegen, un retorno al patio donde hace muy pocos años corrían y gritaban libres y a salvo  de cualquier porvenir.   



Fotos: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI

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